VALÈNCIA. Un niño de siete años se muda con su familia al campo. Sus progenitores se fueron de Corea del Sur a Estados Unidos para buscar una vida mejor, pero lo único que consiguieron fue un trabajo en un criadero de pollos separando las hembras de los machos. Su padre, Jacob (Steven Yeun, el inquietante millonario de Burning, de Lee Chang-dong) se siente un fracasado y arrastrará a todos a la hora de conseguir su sueño, convertirse en agricultor y montar su propio negocio. Por eso ha comprado un terreno en Arkansas donde se verán obligados a vivir en una caravana, con el miedo constante de que venga un huracán que la destruya. Su madre, Monica (Yeri Han) no se siente cómoda en esta situación, así que las discusiones estarán presentes desde el primer momento.
No hace falta conocer todos los datos biográficos del director de Minari. Historia de mi familia, Lee Isaac Chung, para darse cuenta de que él es ese pequeño niño a través de cuyos ojos nos introduciremos en la historia. Se llama David (Alan S. Kim) y su visión del mundo está condicionada tanto por la cultura heredada de sus padres, como por la del país, Estados Unidos, en el que ha nacido. Puede que aún no lo sepa, pero el sentimiento identitario se convertirá una de las cuestiones fundamentales que vertebren su vida.
Papa Jacob y mama Monica son migrantes transnacionales. No se fueron de Corea por hambrunas y conflictos bélicos. Se fueron para ampliar su mundo, para ir en busca de nuevas oportunidades. Son abiertos y modernos, pero siguen conservando su cultura, su idioma, sus costumbres. Sin embargo, para los hermanos David y Anne (Noel Cho), el verdadero encuentro con sus raíces autóctonas será a través de la abuela Soonja (Youn Yuh-jung), que acudirá a la llamada de su hija para ayudarla a sobrellevar las penurias de ese triste sueño americano en el que se encuentran sumidos.
Son los años ochenta, una década en la que buscar fortuna era lo más importante y de alguna manera, la noción de éxito se encontraba más presente que nunca en el imaginario colectivo.
Como los recuerdos difusos, Minari. Historia de mi familia, funciona a modo de pequeños retazos, de acontecimientos vitales en la infancia de David, extraídas de la memoria del director. Las discusiones entre los padres, la llegada de la abuela, sus reticencias a la hora de aceptarla, su progresivo sentimiento de cariño hacia ella y su relación con el entorno rural que le rodea, con sus gentes, con la religión y el ambiente cerrado que se respira. Memorias visuales, como el propio director define su película.
El título se refiere a una hierba medicinal que Soonja trae de su país de origen. Tiene la capacidad de reproducirse en los lugares más insospechados. La plantará en un río cercano y, de alguna forma, a través de ella, se unirá el pasado y el presente de esa familia atrapada entre dos mundos y que intenta sobrevivir en las nuevas condiciones. ¿Rendirse desde el principio y formar parte de una cadena de invisibilidad o luchar por construir un camino propio? Son las vicisitudes que enfrentarán a los progenitores.
Minari, historia de mi familia, se inserta dentro de la tradición de películas sobre los choques estructurales que se genera en las comunidades migrantes, que nos lleva desde la ópera prima de Ang Lee, Manos que empujan (1991) a la reciente The Farewell, de Lulu Wang. En todas ellas resulta de vital importancia la figura del abuelo que conecta directamente con las raíces que poco a poco parecen ir desapareciendo a medida que el núcleo familiar se integra en la nueva cultura.
En este caso, Soonja será la encargada de insuflarle al niño confianza en sí mismo que le falta, ya que David tiene una patología cardíaca que le impide correr, hacer esfuerzos, y que lo condiciona a la hora de comportarse conforme su edad.
Lee Isaac Chung apuesta por un estilo calmado y elegante y, sobre todo, profundamente humanista e impresionista. El ambiente campestre e idílico contrastará con las contradicciones internas que sufren los protagonistas, con sus miedos, sus carencias y su sentimiento de extrañeza. Podría ser un cuento, pero en él hay demasiadas zonas oscuras para resultar idílico y mucho menos aún, impostado. Los personajes no se esfuerzan en mostrarnos su mejor cara, son auténticos y tridimensionales. Hay cosas bonitas, pero también muchas dosis de realidad sin edulcorar. En ese frágil equilibrio entre la fábula familiar y el más profundo desarraigo, bascula esta película delicada que no necesita artificios, sino que nos acerca de manera iluminadora a la comprensión de las alegrías y las penurias del ser humano.