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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Morirse como uno quiere

25/12/2020 - 

Nadie se escandaliza de programar un parto pero sucede distinto con la muerte. Tampoco se prodigan los cursos de preparación cuando sí los hay para embarazadas primerizas y temblonas. En la Unidad Domiciliaria donde trabajo conocen bien las torpezas y los aciertos naturales de las familias alrededor del momento de la muerte. No siempre felicitan al entorno del enfermo cuando acompaña y despide bien, pero mi paciente favorita se ha muerto esta semana y tanto ella como los suyos se han llevado un diez. 

Creo que la nueva ley de eutanasia puede educar el talento para acompañar a morir, sin sobresaltos ni complots de silencio. El texto llevaba encallado desde hace años y removía encendidos debates. En el Parlamento se ha escuchado a quienes imaginan su muerte de forma tan desigual que uno dudaría que pertenecen al mismo reino. 

El día después de que la oncóloga de mi paciente le confirmara que no habría más tratamiento, se me pidió que revisara su medicación por si faltaba algo. “Ha pasado el día diciendo que quería marcharse ya”, escuché al teléfono. Me venía a la cabeza Tolstoi y su perplejidad en el lecho de muerte, “¿qué se supone que tengo que hacer ahora?”, preguntaba el novelista ruso como si tuviera que posar para un retrato o desentrañar el abre fácil de una lata. La enferma llevaba dos décadas sobreponiéndose al cáncer y en nuestras charlas se la veía apurar la muerte como el que sorbe un refresco en una terraza de verano, esa naturalidad me derrotaba. Su miedo más central era sufrir, no morirse.

Mi novelista rusa no escribía, urdía historias orales. Pongamos que la llamaban Esperanza. Había luchado contra el cáncer durante tanto tiempo que ya nadie se tomaba en serio que estuviera viva. Cuando todos los tratamientos ortodoxos terminaban se le aplicaban otros nuevos, cada vez más experimentales. Según todos los pacientes de un ensayo iban muriendo quedaba ella, siempre ella. Iba ensartando el porcentaje feliz de las estadísticas y saltando de un ensayo a otro como un gato que siempre cae de pie. Enhebraba nietos y amores mientras entretenía a oncólogas y psiquiatras. Y esa tenacidad, esa obcecación de no morirse parecía un pecado, pero ahora el pecado es que se nos haya ido. Ha enamorado a todos los equipos. Siempre se encargaba de que nos quedara claro el valor de lo que hacíamos en las consultas. Maestra jubilada, sabía de buena tinta lo que vale una vocación y un esmerado cuidado de la atención pública. Era imposible no quererla. Yo le di el alta cuando las sesiones se cruzaron, se hicieron inversas, y me descubrí aprendiendo de su fondo inagotable, de su sabiduría. 

Le pedí a la hija que me la pasara al teléfono y oí su voz pinchada, como un balón, su voz de persona que se muere despacio. El primer minuto me sobró para saber que no había perdido la cabeza a pesar de la encefalopatía hepática. Quería irse. “No sabía que esto era tan largo…”, aseguraba. Y en el tono vivía la misma naturalidad que llenó nuestras conversaciones, el mismo coraje con el que aprendíamos a integrar la vida y la muerte en la ecuación de sus días. También de mis días. Esa misma mañana, parada en un semáforo había sabido que nada era extraordinario en su viaje porque era igual al mío y al de todos. Yo me había escandalizado de escandalizarme. Por las redes invisibles de los corazones conectados, ella me tocaba con sus antenas mientras los coches de atrás ya pitaban. Volvíamos a desvestir juntas el mito de que marcharemos. Sin vuelta.

“Es que yo no sabía que esto era así”, rezongaba. No le dolía nada. No sufría molestias. Estaba en su casa, con los suyos, en un ambiente selecto, íntimo. Le lancé esa metáfora sobada de que ahora era su hija quien le devolvía el amor entregado pero noté enseguida que no le servía. No la estaba escuchando bien: quería irse. No sólo era por no dar guerra a todo el mundo. Me hizo llegar su incomodidad sin violencia ni desafío, como si hubiera viajado a un destino turístico donde no esperaba la climatología adversa. No había drama en su petición. La felicité por ser generosa, como siempre, y le recordé que este tiempo extra lo estaba regalando a quienes la queríamos pero yo me sabía blandengue, estaba esquivando la respuesta que me había pedido de forma exquisita. Su hija intervino entonces y aseguró que estaba viviendo el privilegio de acompañarla. 

Insistía en irse ya, ¿sería el orfidal? Los momentos crudos de la vida piden pastillas, tecnologías. Es una fantasía extendida que los fármacos puedan obrar el milagro. Pero no habría tal molécula que conciliara los deseos de la madre y la hija. En gran parte porque eran inversos. Su oncóloga la había llamado para ponerle palabras a lo que ella sabía desde otro lugar, desde la neblina. Le había dicho también que la quería mucho. Y que la iba a llamar cada semana. “Me ha dicho que no… que no hay un… botón al que darle”. Entendí que ahora se dirigiera a mí, internista de la mente, experta en botones que remansan o aceleran el curso de la vida. Di que te duele, pensé. Di que te duele mucho. Pero no fui capaz de brindarle la pista para su botón. Con la nueva ley aprobada podría haberlo hecho. O no. Enfrentarse en crudo a las despedidas que duelen no lo resuelven las normas ni los decretos, es una tarea siempre inacabada. Siempre humana. 

 Salí al balcón para que Noa no volviera a ladrar ni la niña entrara con su entusiasmo de doce años en el cuarto. Me proponía ser valiente. El jazmín se me había secado porque olvidé regarlo el fin de semana y mi vista se escapaba a sus flores quemadas. En el teléfono ella volvía fatigosamente a su petición pero yo me hacía pequeña y replicaba frases de catálogo. 

A los pocos minutos estaba friendo las croquetas de la cena y preguntándole el examen de español a Rocío. Las palabras homófonas con b y con v le habían hecho padecer a media tarde pero ahora ya las dominaba. Pensé en las horas que Esperanza había dedicado a su oficio de maestra y me sentí a gusto en su piel, me curaba y me calmaba ser ella. Pero en cada acto creativo de mi rutina estaba impreso su reclamo: en el picado del tomate, en la cola de la autopista, en la discusión por la peli de Netflix; todas las pequeñas miserias del día se me llenaron de vida superlativa durante las dos semanas que le llevó dejarnos. 

“No vengas a verme, no te molestes. Disfruta”. Desobedecí. Aproveché una guardia de sábado para acercarme a su casa. La novedad, según la hija, era que mis palabras al teléfono la habían calmado. El desmentido, que guardé para mí, era que nada dentro de ella requería un calmante, más allá de nuestra tozudez en negarle el botón. El único cambio fue descubrirla en la cama inmóvil, caída, atrapada en un cuerpo de lava precipitada. Había un puñado de palabras sabidas de memoria en un adentro tan hondo que no valía la pena remover. Una sima sibilante, una caja negra. Y una lucha de alma atrapada, retenida, una lucha quizá sólo real en mi cabeza. Vacilé antes de acariciarla y le dije cualquier cosa trapacera, como se hace siempre en los momentos graves. Algo lleno de estopa, un par de frases con las costuras abiertas. Y advertí un esfuerzo tan grande en su sonrisa que me contagié de su pudor y salí enseguida del cuarto. En pocos días iba a tener por fin su botón, sus bolos y su bomba de perfusión administrándole todo lo que merecía. 

El miércoles por la mañana me llega el mensaje de mi compañera, “esta madrugada, todo muy bien, tranquila”. Acompaña un emoticono de sonrisa con guiño. Dejo la consulta a las tres y pico y me dirijo al coche mientras tanteo con los cinco sentidos el día de su muerte. Huele a horno de pueblo, a leña, a harina y azúcar. Y el aire es limpio pero afilado ─le digo mentalmente a Esperanza─, uno de esos días de diciembre en los que andamos sin abrigar, nadie ha sabido verlo venir, al invierno. El aire quieto es hermoso pero está lleno de cristales finos y transparentes que se clavan por debajo del jersey…”. Nuestra charla discurre como una más, fluida y natural como siempre, solo que esta vez ninguna de las dos mueve los labios.

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