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CRÍTICA DE CINE

'No dejes rastro': la Norteamérica de los márgenes

14/12/2018 - 

VALÈNCIA. Con tan solo tres películas Debra Granik se ha convertido en una de las autoras más interesantes del último cine independiente americano. Ya desde sus inicios con Snake Feed (1997) comenzó a desplegar un estilo característico y muy personal, con unas señas de identidad muy concretas, que se ha ido repitiendo y ampliando en cada una de sus obras posteriores, Down to the Bone (2004) y Winter’s Bone (2010).

A la directora le interesa escarbar en el otro lado de la sociedad, en la trastienda de la América del bienestar. Y retratar personajes que intentan como pueden salir adelante en medio de un panorama profundamente degradado. Ahí sitúa sus relatos, historias de vidas consumidas por la frustración, por las drogas, existencias vacías y agujeros que rezuman miseria y podredumbre moral, donde todo es frío y hostil, donde no parecen existir los sentimientos ni la calidez humana.

Si con Down to the Bone (el retrato de una madre que luchaba por sacar a su familia adelante al mismo tiempo que era adicta a la cocaína) se convirtió en una de las sensaciones de Sundance, con Winter’s Bone alcanzó un cierto reconocimiento al estar nominada en cuatro categorías en los Oscar, entre ellas mejor película y mejor actriz, Jennifer Lawrence en el que fue su primer papel importante.

Ahora regresa con No dejes rastro (Leave No Trace), un paso coherente dentro de su filmografía a través de la que vuelve a demostrar su singularidad a la hora de acercarse a esa América de los desheredados, al mismo tiempo que se encarga de retratar el paisaje rural y salvaje de una manera muy particular, envolviendo a los personajes y sugiriendo su intención de desaparecer y ser absorbidos por él.

La película gira en torno a un padre y una hija que viven en una zona forestal protegida de manera clandestina. No sabemos mucho sobre ellos, solo que están solos y no quieren integrarse en el seno de la civilización, prefieren ser libres y no atenerse a los corsés que impone la sociedad. Y sobre todo, que nadie programe su pensamiento, porque es lo único que les queda. Él, Will (estupendo Ben Foster) es un exmilitar atormentado y ella, Tom (la auténtica revelación de la película, Thomasin McKenzie) es una adolescente que sigue a su progenitor sin cuestionarse demasiado su modo de vida… hasta que finalmente empiece a hacerlo.

No es la primera vez que una película gira en torno a esa necesidad de aislarse de la vida moderna y las comodidades que lleva implícita como una cuestión ideológica. Lo vimos desde una perspectiva más colorida y comercial en Captain Fantastic (2016), de Matt Ross, en la que un padre con unas creencias muy firmes en contra de la sociedad de consumo y el capitalismo se encargaba de criar a sus seis hijos en medio de la naturaleza. También en la película francesa de Cédric Kahn Vida salvaje (2014), en la que encontrábamos presente la idea de la clandestinidad en medio del entorno natural.

Granik parte de otro lugar. Al igual que en Winter’s Bone adaptó la novela de Daniel Woodrell, un escritor en el que el paisaje tiene una importancia fundamental para retratar el carácter de sus personajes y que ubica sus novelas en la Meseta de Orzaks para practicar lo que se conoce como “country noir”, ahora hace lo propio con Peter Rock y su novela My Abandonement, ambientada en la reserva forestal de Forest Park en Portland, Oregon en la que se describe la vida en los márgenes a través de una historia de supervivencia y crecimiento a partir de los ojos de una joven. Precisamente todos los temas que le interesan a la directora. Bajo su óptica adquieren además una fuerte carga política. El protagonista víctima de sus fantasmas, no parece tener lugar en este mundo que lo ha utilizado para la guerra y luego se ha olvidado de él. Además, integra otro de los temas fundamentales en su filmografía, las drogas. Aquí los personajes no las consumen, pero sí que se pone de manifiesto la adicción de buena parte de la población a los anxiolíticos, a los derivados del opio y a los antidepresivos, una auténtica epidemia que ahora empieza a salir a la luz a través de datos escalofriantes que hasta el momento se había preferido ocultar.  

El desencanto es uno de los sentimientos que recorren la película, aunque sobre todo aparece reflejado en la figura del padre, una generación devastada que parece no tener remedio y que arrastra consigo a la de sus hijos. Will intentará volver a conectar con la naturaleza y utilizar las habilidades y herramientas más primitivas para volver a la esencia de todo. El choque entre ambas perspectivas se convierte en uno de los elementos más importantes, así como la reflexión en torno a la manera en la que cada uno encajamos en el entorno social en el que vivimos y las ventajas y renuncias que eso implica. 

La directora vuelve a demostrar una enorme capacidad de observación a la hora de acercarse a los personajes, a sus actividades cotidianas y a la forma en la que se relacionan con el espacio que habitan. No dejes rastro es una atípica road movie a pie, al igual que lo era Winter’s Bone. Ambas son también películas de crecimiento. Tanto el personaje de Jennifer Lawrence, Ree, como aquí Tom irán madurando en cada una de las paradas del trayecto, aunque ambas desde el principio se encuentren endurecidas porque han tenido que crecer antes de tiempo ya que no les ha quedado más remedio.

Por último, en la banda sonora encontramos de nuevo a Dickon Hinchliffe (miembro del grupo británico Tindersicks) que ayuda a través de la música a sumergirnos en la propuesta estética y austera de Granik. De manera incomprensible ya que es una de las películas más importantes del año, no se ha estrenado en cines, pero puede rescatarse en algunas plataformas digitales y en formato físico en DVD.

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