El director gallego participa en el próximo Festival de Toronto con su película premiada en Cannes sobre la vuelta a casa de un piromano
VALÈNCIA. La Santísima Trinidad de Oliver Laxe (París, 1982) está conformada por los cineastas Robert Bresson, Andréi Tarkovsky y Abbas Kiarostami. Especialmente, los dos primeros por la mirada metafísica de sus películas, pues “abren el corazón, pero también rascan el alma”. Es a lo que aspira el director gallego, “de manera radical”, con sus propias creaciones: a exponerse él mismo y procurar al espectador imágenes y emociones que lo acompañen de por vida.
Ese esfuerzo es recompensado edición tras edición en el Festival de Cannes. Su debut, Todos vós sodes capitáns (2010) se alzó con el premio de la crítica internacional en la Quincena de Realizadores. Su reválida, Mimosas (2016), con el gran premio de la Semana de la Crítica. Y la más reciente, O que arde, cuyo estreno está previsto el 11 de octubre, con el Premio del Jurado en la sección Una cierta mirada.
Es un relato de imágenes poderosas y hondas reflexiones morales sobre la pervivencia de lo rural, la reinserción social de los pirómanos y la fascinación del fuego. La película participa el próximo Festival de Toronto, programado del 5 al 15 de septiembre, en la sección Wavelengths, la que reúne las voces más atrevidas, visionarios e independientes.
- ¿Cuál es el poder de seducción del fuego?
- Resulta muy complejo describirlo. Son emociones, sensaciones… Es algo muy profundo. Durante el rodaje de los incendios era como si la vida nos hablara todo el rato y jugara con nosotros. En los momentos en los que el fuego se mostraba en todo su esplendor ya no teníamos la cámara, se nos había acabado la película o vencido el seguro. Es como si el fuego fuera una mujer que nos levantara la faldita y nos enseñara un poco de carne para rápidamente esconderla. Y como el campo, la naturaleza están además muy habitados, sucede algo muy metafísico en ese coito de elementos.
- Te está quedando una reflexión muy sexual…
- Más bien erótica. Parece que los árboles quieran ser quemados, que el fuego quiera ser apagado con agua. De alguna manera, frente a un incendio forestal nuestras coordenadas morales se apagan. Y a eso se añade la consciencia de que te las estás jugando, lo cual te hace estar muy despierto y atento, porque cuando estás próximo a la muerte, dialogas con la vida.
- En el verano de 2017, recorriste los incendios de Galicia con tu equipo de rodaje. ¿Cómo surgió ese arrebato?
- Tenía ganas de filmar el fuego por un motivo estético y por cierta rabia. Obviamente, como pintor, me siento atraído por el fuego. Los cineastas somos un poco como pescadores que se encuentran con nuevos peces de formas y colores extravagantes. Tenemos algo de exploradores. Y nosotros nos sentíamos atraídos por esas imágenes que nunca se habían filmado. En paralelo, como ciudadano, siempre he asistido estupefacto, frustrado y triste cuando el patrimonio se quema. Aunque, bueno, lo que más se quema son los pinos y eucaliptos, que de patrimonio tienen poco. Si bien, desde un punto de vista ecológico, aumentan el efecto invernadero.
- ¿Resuenan estos días en ti los incendios del Amazonas?
- Hay el mismo sentimiento crepuscular de vulnerabilidad del mundo. Partimos de la base de que el ser humano es paradójico: capaz de lo mejor y de lo peor, como mis personajes. Pero cuando sentimos que hay desequilibrios en la naturaleza, que es lo único donde podemos encontrar armonía, es cuando verdaderamente uno se preocupa. Y no te hablo solo del fuego, sino de plagas, de enfermedades de los castaños y los frutales, de la extinción de las abejas… Eso angustia.
- Pero un incendio provocado no es obra de la naturaleza.
- Sí, porque el hombre es parte de la naturaleza. Y a veces parece que el propio fuego elige a quién quiere poseer. Yo he decidido hacer esta película y filmar en este pueblo, pero en el fondo, creo que la voluntad del ser humano es pequeña. Existe cierto determinismo. Sólo la gente elevada, santificada, se puede imponer a su destino.
- ¿Es ahí donde reside tu concepto de la soberana sumisión?
- Es un término que me gusta mucho decir. Reconozco que hay algo de provocación, porque forma parte de las palabras que la modernidad se ha agenciado, pero la sumisión no me interesa desde el punto de vista moderno, en el sentido de someterse a alguien, sino ante el mundo, la naturaleza, Dios, como lo quieras llamar. En el fondo, por mucho que creamos lo contrario, todos somos esclavos. Y la manera de ser libres o soberanos sería aceptar que estamos sometidos. Me gusta mucho una frase de alguien que decía: “El ser humano es como un tren que va sobre unos raíles de los que no se puede separar. Sigue su curso, pero puede decidir si va en primera, segunda o tercera clase, dependiendo de su capacidad de aceptación”.
- ¿Qué peso tiene lo sagrado en tu cine?
- Todo lo sagrado es muy importante en mi vida y en mi trabajo como cineasta. Mi cine es como una veneración. Mis películas son como un pequeño rezo.
- También está presente la ironía. ¿Encaja ahí la mención a Galicia Calidade?
- Es una broma. Cuando el personaje de Benedicta escucha que van venir turistas sólo hay que ver la cara que pone. Está sujetando su paraguas, azotado por el viento, y puedes leer en su rostro: “Esto es un agujero donde está lloviendo todo el día. No hay hoteles y estamos todos deprimidos”. Aunque precisamente por todo eso, a mí me parece un sitio idóneo. Es mi manera de reírme. Yo me siento muy gallego. Galicia me conmueve. Me siento orgulloso pese a ver sus contradicciones. Por eso en este homenaje a Galicia tenía que introducir ironía como una manera de relativizar mi amor, para no caer así en el romanticismo nacionalista.
- ¿Qué hay de la referencia a La Berenguela, una de las campanas que forman parte de la Catedral de Santiago?
- De pequeño recuerdo estar en ese comedor de mis vecinos y ver mucho la tele, porque era la casa más elevada del pueblo y donde más cobertura había. Abajo del valle sólo teníamos la Primera, y se veía fatal. Así que quería filmar una secuencia de los protagonistas viendo la tele. En un primer momento pensé en ponerles Mad Max doblado al gallego, pero me parecía demasiado pop e irónico. Y las campanas me gustan como objeto, como escultura, por su musicalidad, por su llamada al rezo. Mi película favorita es Andrei Rublev (Andréi Tarkovsky 1966), que es sobre la creación de una campana. Por cierto, me encanta Llorenç Barber, un artista sonoro valenciano que hace música con campanas.
- Me ha llamado mucho la atención que tu próxima película sea una road movie psicodélica entre Europa y Mauritania.
- Es que me quiero escapar de la zona de confort. De hecho, O que arde es muy emocional. Estoy intentando tender puentes hacia el espectador: me quiero acercar a él, pero sin ningunearlo, exigiéndole. Con esta nueva película estoy contento porque he encontrado un género bastante popular, pero que tiene alma. Es un survival donde los personajes se van de viaje y empiezan a desaparecer uno a uno.
- ¿Y cómo has llevado el género a tu terreno?
- Es una película de aventuras, pero también de aventuras interiores. Hay un sustrato muy espiritual. Lo que busco es invitar al espectador a subirse a mi caballo, invitarlo a ver mi película, pero sin adaptarme demasiado a él. Me gusta que el cine sea un arte popular, pero también alta cultura. El problema es cuando solo es distracción y anulación de las capacidades del ser humano. Es importante que una película noquee la razón, porque entonces empiezas a sentir las cosas más que a entenderlas. La mirada hoy en día está muy mediatizada. Es mecanicista, racional. Me parece de una decadencia atroz acostumbrar al espectador a entenderlo todo. Es micro violencia. El cine ha de ser una experiencia epidémica y polisémica. Y ahí es donde entra la mirada femenina.