El smartphone y las manualidades se llevan bien. Mejor de lo que podría vaticinar cualquier estudio que demonice a los millennials. Una nueva generación de orfebres valencianos revitaliza la industria joyera con proyectos que expresan el latido de una época: a pequeña escala y con la mente puesta en problemas globales, de la sostenibilidad al feminismo
VALÈNCIA. Es posible que tenga algo de antisistema el hecho de volver a usar las manos. Imaginar, moldear, crear. La autogestión, la autosuficiencia y el autodidactismo. Sobre todo si quien lo hace es millennial y, por tanto, no nativo digital pero sí forzado a emplear la tecnología en su salida al mundo adulto capitalista. No aprendimos los colores y las formas geométricas con una tableta, ni entregamos los trabajos escolares por email, pero nadie nos preguntó si aceptábamos el trato ‘y aquí estamos’. Quizás por eso en los últimos años, igual que ha subido el consumo de aguacate y de cigarrillos electrónicos, ha aumentado la demanda de cursos de cerámica –Domanises, Canoa Lab, Carbonell, Cuit...–, de ganchillo o de cultivo. Puede que, si eres de València, se lleve en el ADN aquello de emplear las manos. Porque venimos de tocar la tierra. Lo hacían nuestros abuelos, lo dejaron de hacer nuestros padres y lo vuelven a hacer los más jóvenes. En realidad, el resurgir estaba pronosticado: una generación siempre contradirá a la anterior. Y cuando se creía que algunos oficios tenían la muerte anunciada, surgen nombres frescos dispuestos a mantenerlos vivos. Desde la sombrerería, vía Betto García –que este viernes inaugura su pop up anual por Navidad– hasta la marroquinería, como sucede con Belfry u Otrura, o la cerámica, ahora llevada al diseño de accesorios gracias a Estudio Pot. Pero, como dicen, si dos hechos aislados coinciden –y dejan de ser aislados–, se trata de una casualidad; si lo hacen tres, puede que ya hablemos de una tendencia. Y son varias las nuevas firmas de joyas lideradas por jóvenes que defienden la vuelta del trabajo manual, artesanal y cuidado, pero sumando valores contemporáneos como es la lucha por la justicia social y medioambiental. Son orfebres millennials.
“Cuando conocimos la disciplina de la joyería, nos dimos cuenta de que el trabajo manual era volver al punto de partida. La creación de piezas es algo tan gratificante como dedicado que cobra un sentido real, algo difícil de encontrar en muchos ámbitos de consumo. Poder ofrecer algo que ha pasado por tu mente y manos tiene un sentido puro e importante sobre lo que queremos ser en nuestro futuro”, dicen Rocío Gallardo (Alicante, 1992) y Jorge Ros (València, 1992), creadores de la firma valenciana Simuero. En sus joyas se puede adivinar la erosión de las rocas que conforman el litoral levantino. Y hay una razón: “Queríamos devolver a la joyería el carácter natural del propio material en una huida de los estándares impuestos por el consumo en el que se crean piezas en masa. Nuestro valor no es otro que ensalzar las formas de la naturaleza, lo más importante que tenemos. Intentamos dejar al margen las tendencias para emular las formas del agua, de la grieta, del pliegue. Wabi-sabi es la corriente que podría describir nuestra manera de entender la belleza, la virtud de la imperfección, de lo real. Creemos que cada pieza debe tener su sello personal y, por eso, dejamos una parte de nuestro trabajo al material para que tome sus propias formas”. Ella se reconoce como una amante de la moda en todas sus disciplinas –ha estudiado diseño en la Central Saint Martins de Londres y trabajado para medios de moda nacionales e Inditex–; por su parte, él, es diseñador industrial y gráfico. Como dicen, “la joyería es el punto en el que confluyen el diseño de moda y el diseño de producto”. Fue en Canoa Lab donde dieron sus primeros pasos como artesanos, aunque ambos coinciden en que han crecido “con el mantel de hule en la mesa, experimentando con arcillas, abalorios y explorando”.
También del diseño industrial proviene Rocío Vicén (València, 1992), creadora de Rocio Jewels. Sus joyas, también artesanas, se reconocen por su delicadeza, sus formas irregulares y la integración armónica y a la vez caótica de piedras. Reconoce que siempre quiso tener su propio proyecto y que la influencia le venía de casa. “Mi madre es muy creativa y mi padre, en sus ratos libres, restaura y construye muebles. Ellos alimentaron mi interés natural por la artesanía”, comparte, y sigue: “Siempre me ha resultado más sugerente recuperar lo antiguo, trabajar con las manos. Volver, de algún modo, a los inicios. Esto ha podido ser una consecuencia de haberme formado dentro del entorno digital. Aún así, la vertiente tecnológica de mi trabajo me ocupa mucho tiempo y no le resto importancia”. Por ejemplo, mantener su tienda online, a la que va incorporando nuevos diseños sin prisa, solo cuando los recursos lo hacen posible; o gestionar una cuenta de Instagram donde comparte sus referencias artísticas. Por ahora, ella sola se ocupa de la marca, de principio a fin. “Trabajo en casa. Tengo un espacio destinado a mi taller que va creciendo poco a poco, a medida que aumento mi aprendizaje, me surgen nuevas necesidades o voy adquiriendo nuevas herramientas y máquinas. El proceso de producción de las piezas es completamente artesanal. Habitualmente trabajo bajo pedido, aunque suelo tener un pequeño stock en mi taller, donde me encargo de todos los procesos, exceptuando el de los baños de oro. Trabajo, sobre todo, con proveedores locales, aunque también con europeos”.
En su casa también desempeña su trabajo artesano Coral Giménez (Granollers, 1993), asentada desde hace un año en València, donde compagina su trabajo en la danza y el teatro con el desarrollo de su firma, La Jara. “Desde pequeña he jugueteado con la arcilla, la fotografía, la pintura, le he dado caña a las artes gráficas… Y la joyería era un terreno que no había explorado, me apetecía y empecé a moldear. Mi familia adoptiva valenciana está formada por mujeres muy involucradas en la lucha feminista y, entre broma y broma, siempre surgen proyectos divertidos y empoderantes. La idea de colgarnos unas vaginas de las orejas nos pareció, casi, necesaria, así que me puse a ello. Lo que empezó como algo para lucir entre nosotras, empezó a tener cada vez más visibilidad y demanda”, relata esta joven, que un día se sorprendió al ver a cuatro mujeres que no conocía con sus pendientes-vagina en la misma terraza de Ruzafa. Y cobra sentido que su activismo feminista –que se extiende a una labor divulgativa en el Instagram de la firma– cobre forma de joya. “Mi familia siempre ha sido muy artística y me ha apoyado cuando he querido experimentar, desde hacer empuñaduras para bastones hasta monigotes para stop motion o esculturas extrañas inspiradas en poemas de Lorca. Siempre que podía, me montaba un taller en la habitación”. Así es de nuevo, hoy. Sin embargo, no reniega de su condición milénica. “Estoy muy a gusto siendo millennial. Creo que serlo me ha ayudado a poder llevar a cabo proyectos de forma individual. El no tener un duro implica no poder pagar clases y, gracias a Internet, he podido investigar y aprender alternativas de creación”.
Pero si algo tiene en común esta generación es que encarnan en sus proyectos la unión de ética y estética. Como defiende la doctora en Bellas Artes y artista Marusela Granell, la clave de la era actual, la metamodernidad. Desde La Jara, con la lucha feminista explícita e implícita, Coral reflexiona lo siguiente: “Con el feminismo por bandera, intento ser, ante todo, responsable y consciente. Una de las autoexigencias es crear con sensatez y no caer en la sobreproducción porque no es necesaria. Me centro en cuatro diseños, bien hechos, bien producidos, de forma muy individual y con mucho mimo. Estamos acostumbrados a consumir y cambiar de temporadas cada quince días, sin importar de dónde viene, ni quién lo produce, ni cómo. Opino que crear modelos de consumo sostenibles y responsables es esencial, y este es mi pequeño granito de arena”. En esa misma línea se mueven las otras manos artesanas protagonistas de este reportaje. “Persigo un consumo más sostenible y consciente”, dice Rocío Vicén, que continúa: “Vivimos en un mundo que va rápido y que nos incita a estar constantemente renovando y comprando cosas nuevas. Mi marca aboga por unos procesos más lentos y cuidados que dan como resultado un producto de calidad y que te tiene que durar años y años, no está pensado para ser sustituido la próxima temporada. Hace poco empecé el proyecto Second life, que consiste en dar una segunda vida a joyas que ya no se usan porque ya no te gustan o están rotas, convirtiéndolas en algo distinto y nuevo para darles otro valor”. Por su parte, Rocío y Jorge, desde Simuero, añaden: “Los materiales que empleamos son siempre son los justos para nuestra pequeña producción, de manera que evitamos consumir más de lo debido. Así mismo, el packaging es reutilizable y no integramos ningún material plástico. La sostenibilidad es un valor que no debería ser añadido, sino obligatorio”.