Estoy seguro de que Netflix sabe mucho de mí, pero acabé enterándome del estreno de La calle del terror por el WhatsApp de un amigo. Netflix sabe mucho de sus 200 millones de suscriptores, igual que yo sé que esa cifra de abonados es incontrastable o que es una de las empresas que más invierte en la industria audiovisual (acumulando unas pérdidas que no parecen preocupar a nadie). Sabe mucho de cada país, de cada familia y de cada titular de tarjeta de crédito, pero no tiene tan claro que entre mis 9 o 10 años desarrollara insomnio a partir de la lectura de Pesadillas. Esa es la serie de libros de R.L. Stine en la que se basa la trilogía de películas recién estrenada, homenaje al slasher y de profunda mirada noventera, reventada de referencias a Halloween, Carrie, El resplandor o Scream. Ché, otra emisión de endorfinas y reacciones de placer en nuestro cerebro en el confortable paisaje de la nostalgia.
Estoy seguro de que Netflix sabe mucho sobre mí, aunque huelga decir que es una de esas compañías que, sin que el 99% de sus 200 millones de suscriptores se lo pida, ha mantenido la tradición de no vender nuestros datos a terceros. Eso dice en las condiciones de uso que yo tampoco he leído, pero les honra. Y en esta confianza que tenemos a razón de 11,99 euros al mes, me envía una newsletter personalizada en la que me recomienda echarle un ojo durante los próximos días a Acorralado (1982), Sleepers (1996) y Te doy mis ojos (2005). Con la data que acumula sobre mí, con la cantidad de millones que se gasta en producción original, en medio mundo, siendo la principal major de Occidente, ¿cómo puede ofrecerme catálogo frente a lo inédito? Pues porque sabe que en el confort de lo ‘ya conocido’ pasaré más horas dentro de su sistema, que de eso va el negociado. ¡Y, ay, de lo bueno por conocer!
Netflix, que era una empresa dedicada al envío de DVD por correo (como alternativa a los videoclubs), encontró un filón para su .com al acumular catálogos de distribuidoras que ya no tenían más VHS ni más ventas a televisiones que hacer (productos estancados). Así descubrió la pólvora: la historia de la televisión y el cine acumulan más de un siglo entre prueba y error y, por muchas vueltas que uno le de a las novedades, existen una suma de éxitos contrastados más que suficientes. ¿Quién necesita descubrir nuevas historias si, pasados cuatro añitos, puede revisar Mindhunter? No, no siempre Netflix se ha gastado ese pastizal en una de las mejores sincronizaciones de banda sonora no original que recuerdo. No, no siempre les ha dado por pagar al que quizá sea el mejor director de cine vivo en Hollywood, David Fincher, a un equipo de arte y fotografía con cheque en blanco y permitirle a este hombre de cine crear un par de temporadas de una obra que, a mi parecer, solo está superada en su filmografía por Zodiac y La red social.
Hacía mucho que Spotify no me enviaba un mail, pero hace unos días retomó la relación para recomendarme una playlist: fiestas de pueblo. Poseedora de un catálogo que incluye bandas locales de culto o discos de Miles Davis que hasta costaba encontrar en físico, resulta que retoma nuestro carteo para programarme unas horas de confort mental con Sonia y Selena, ‘El venao’ o la música del que, quizá, es el mejor compositor de todos los tiempos según la SGAE estadounidense: Daddy Yankee. Y no es difícil comprender que si la cultura de plataformas se alimenta de nuestro tiempo, de un consumo acumulado de horas en sus apps, será mucho más fácil conseguirlo con éxitos contrastados (lo bueno conocido) que con novedades (lo bueno por conocer). Lo contrastado frente a la apuesta. No hace falta contratar a los mejores ingenieros de Europa para llegar a estas conclusiones, vaya.
Pero esta realidad, el hecho de que la plataformización se lo pone cuesta arriba a la novedad cultural no es un enfrentamiento –también nostálgico– entre buenos y malos tiempos. Efectivamente, toda expresión artística contiene una revisitación, así que en la novedad hay trampa. Efectivamente y no, porque tampoco nuestros padres o hermanas dedicaban su vida al descubrimiento constante, al estreno exigido o al rechazo de las buenas experiencias ya vividas (qué va). Es parte de nuestra cultura el hecho de rendirnos a la satisfacción por neurotransmisores de volver a algo conocido. Quizá, con mínimas variaciones o parcialmente afectado por el directo. Si no, que se lo pregunten a abonadas y abonados a cualquier auditorio de clásica, coros y orquestas. A eso dedican sus mejores horas de cada año.
Sin embargo, algo sí ha cambiado y sí es cierto que la plataformización amenaza a la novedad cultural. Lo hace de manera inducida al asumir un rol que no poseía, del que están logrando que desaparezcan los medios porque ellos sí invierten: la prescripción. En un verano como este, pero de hace 20 años, por los motivos comerciales que fueran, si había que chuparse seis veces al día “Atrapados en la red” de Tam Tam Go, no éramos nosotros quienes decidíamos. Pero ahora, cuando nos subimos al coche, cuando nos ponemos a pintar una pared de la casa o hacemos ejercicio, ¿cómo de frustrante es no poder elegir la música? ¿Hacemos playlist para cada viaje? Sí, antes grabábamos cedés, pero nuestra tolerancia a que otras u otros programaran nuestras satisfacciones era sin duda menor. Ya alertamos en esta columna quincenal sobre cultura de plataformas que la radio musical está sufriendo y mucho, su edad media se dispara y el consumo bajo demanda afecta a la novedad cultural: ¿por qué iba a ejercer yo de radar cuando tengo a mi alcance un número de satisfacciones suficientemente contrastadas? Satisfacciones que puede ir de Brahms a Slipknot, o de Rocío Jurado a Frank Ocean, pero que convierten la appización de la cultura en una especie de círculo vicioso, de caja de resonancia cuyo embudo de entrada para las novedades culturales es progresivamente más estrecho.
Y mientras, el Antiguo Mundo de los medios, acumulando audiencias regresivas, progresivamente incapaces de atraer, lastrados por la ceguera frente a internet hasta hace cuatro días, que ni reinventándose con eventos, ni sofisticándose –tarde– tecnológicamente; el Antiguo Mundo de los medios vomitando novedades culturales y convertido, a veces, en el único hecho contrastable de la existencia de algunas obras más allá de sí mismas. Y mientras, el Nuevo Mundo de los medios, donde más de 60 millones de personas tienen más de un millón de seguidores en Instagram (octubre de 2020), donde ilustradoras, pintores, bailarines y coreógrafas, al competir en un escaparate global, tienen una audiencia potencial de miles o cientos de miles, pero una posibilidad remota de traducir eso en una plataforma (precisamente) viable para su expresión.
Los puentes que antaño se trazaban entre artista y público están progresivamente más condicionados por el algoritmo. Y al algoritmo, a las superestructuras globales que van camino de dominar el consumo cultural, solo le interesa aumentar nuestras horas de enganche. Ganarnos el sueño, como han expresado pública y literalmente. Quizá de esta se libre quien peor lo está pasando ahora por la Covid-19, la cultura en vivo. O quizá no, porque desde hace tiempos hay inquietud en el oligopolio de la promoción de grandes giras. Dicen que, quizá, quién sabe, Amazon pudiera comprarse ese rancho y ocupar así el bastión que todavía parece algo alejado de la era del capitalismo de la vigilancia. El pulpo tiene demasiada fuerza, una que en un abrir y cerrar de ojos podría convertir a La Liga en un producto más de sus fauces. Los avisos a navegantes se dieron hace demasiado tiempo, aunque con el viento favorable del coronavirus para esta tendencia –lo ha acelerado todo– cuesta imaginar hasta dónde subirá la riada y qué consecuencias tendrá para las artes como hecho heterogéneo y propio de personas y lugares dispares. Ya veremos cuando amaine, supongo. Los humanos nos vamos de vacaciones, el algoritmo sigue estirándose.