Donald Trump no ha decepcionado: era faltón, mentiroso y desagradable en la victoria, lo ha sido a lo largo de su mandato, y lo está siendo, hasta límites difíciles de digerir (pero en modo alguno imprevistos, dada la naturaleza del personaje), en la derrota. Se niega a asumir una realidad cada vez más adversa y busca su salvación en los jueces, especialmente en el Tribunal Supremo, donde los republicanos tienen una sólida mayoría de 6 a 3 (Trump logró hacer tres nombramientos durante su mandato), mientras agita a sus seguidores para que intenten detener el recuento de los votos… sólo en los Estados en los que va ganando y puede perder, claro. En los que va perdiendo y podría ganar el mensaje es contar hasta el último voto.
Diga lo que diga Trump, conforme avanza el recuento en los Estados que quedan por dirimir en las Elecciones Presidenciales de EEUU, más claro está que la balanza se decantará por el candidato demócrata, Joe Biden. La elección ha estado muy reñida hasta el final y, de hecho, Trump ha conseguido un muy buen resultado con una participación históricamente elevada. Los republicanos previsiblemente mantendrán su mayoría en el Senado, y recortan distancias en la Cámara de Representantes. Todo ello, tras cuatro años de Trump y trumpismo, coronados con su desastrosa gestión de la pandemia y los disturbios raciales.
En resumen: los demócratas no han conseguido, ni mucho menos, una gran victoria en estas elecciones. Pero alcanzan la presidencia de Estados Unidos, impidiendo la renovación del actual presidente (algo nada fácil de conseguir). Y además lo hacen con un récord de participación y de votantes a favor de su candidato. Así que no es una gran victoria, pero tampoco una victoria por los pelos. Lograrán ganar –previsiblemente-, en el Colegio Electoral, alcanzando la mayoría de 270 electores necesaria para nominar al presidente. Probablemente serán más de 300 electores, si Biden se hace con Arizona, Georgia y Pennsylvania, como en estos momentos es previsible que suceda. Y, desde luego, será una victoria clara en votos (ahora mismo están 50,5% a 47,7% a favor de Biden). Todo lo clara que puede ser en un país tan dividido como EEUU.
Desde hace años, se percibe en las democracias occidentales el incremento progresivo de la polarización política, representado en la aparición de nuevas opciones, o de nuevos enfoques en los partidos tradicionales, como sucede en los sistemas electorales mayoritarios, donde es difícil hacerse un hueco si no es en alguno de los dos partidos que habitualmente los integran.
Dicha polarización ha alcanzado un punto de saturación con los sucesos de los últimos años, sobre todo en el mundo anglosajón: la victoria de Trump y el Brexit, ambos en 2016, son dos acontecimientos de gran importancia que claramente encarnan la insatisfacción y las ansias de protesta y de cambio (en el sentido que sea) de muchos electores. Y recientemente, de nuevo el Reino Unido y Estados Unidos han mostrado que no se trata de un fenómeno coyuntural. En el Reino Unido el candidato conservador, Boris Johnson, logró encarnar las aspiraciones y frustración de una clara mayoría de los votantes. En Estados Unidos Trump no ha logrado una victoria, pero se ha quedado cerca. Y ello, conviene insistir, en un contexto mucho peor que el que tuvo Johnson hace menos de un año: con la pandemia desatada y el principal activo de Trump, el crecimiento económico, hecho añicos. Sin la pandemia, parece claro que estaríamos ahora hablando de la reelección del presidente republicano.
Esta polarización tiene múltiples vertientes en todos los países, pero quisiera incidir en dos parámetros particularmente claros e importantes en Estados Unidos. El primero, sin duda, es el origen racial: los republicanos tienen más votantes entre la población blanca, y los demócratas recaban muchos más apoyos entre los negros y latinos (en este último caso, con la llamativa excepción de los latinos de origen cubano). El conflicto racial en Estados Unidos, de hondas e intrincadas raíces, continúa muy presente en todos los órdenes de la vida. Se trata de un país cuya única guerra civil se produjo por el conflicto racial. Que, tras la guerra, mantuvo a la población negra totalmente postergada, desprovista en la práctica de derechos en los estados del Sur durante un siglo. Y que, hoy en día, sesenta años después de la lucha por los derechos civiles, continúa en una situación claramente desfavorable, aunque haya mejorado.
Por todo ello, desde los años sesenta los votantes negros apoyan fielmente, con una mayoría muy clara, a los demócratas, pues no en vano fueron dos presidentes demócratas, John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, quienes impulsaron y apoyaron la lucha por los derechos civiles en el Sur. Si se consuma la victoria de Biden en Georgia será merced a la concentración del voto a favor de los demócratas en Atlanta, la capital del Estado, capital simbólica de los confederados en la Guerra de Secesión, que fue conquistada por las tropas de la Unión en 1864 y luego quedó casi totalmente calcinada por el subsiguiente incendio. A nadie se le escapa el valor simbólico de esta victoria electoral precisamente en ese Estado.
La población latina, principal minoría de Estados Unidos, ha crecido muy rápidamente en las últimas décadas. Su afinidad con los demócratas no es tan clara como la de los afroamericanos, pero sí es mayoritaria. Y está resultando cada vez más importante en términos electorales, como ya comenté hace unos días. No se entiende la previsible victoria de Biden en Arizona y Nuevo México, sus buenos resultados en Texas, sin la afluencia del voto latino.
El segundo factor de polarización que emerge con claridad es el que existe entre los votantes urbanos y rurales. Sistemáticamente, a lo largo y ancho de todo el país, los demócratas obtienen la victoria en los condados donde la población se concentra en torno a grandes núcleos urbanos, mientras que los republicanos arrasan en el medio rural. Esta es una tendencia de fondo que, desde luego, no aflora por primera vez en estos comicios; pero quizás pueda verse con más claridad que nunca. Han proliferado, de hecho, muchos mapas electorales de Estados Unidos que muestran la intención de voto distribuida por condados. Dichos mapas constituyen un mar rojo (republicano) donde afloran islas demócratas, especialmente en ambas costas y en la zona de los Grandes Lagos: es decir, donde se concentra la mayoría de la población en torno a grandes conglomerados urbanos.
Dos Estados Unidos cada vez más divergentes, con prioridades, visión de las cosas y modo de vida distintos. Una división que no va a desaparecer con estas elecciones, especialmente con la presidencia de Estados Unidos y el Congreso en manos de los demócratas y el Senado y el Tribunal Supremo con mayoría republicana.