VALÈNCIA. No pude evitar echarme las manos a la cabeza cuando hace poco más de un mes, la gente se congratulaba de que el New York Times recomendara ir a València en lugar de a Barcelona para refugiarse del turismo de masas. Es decir, a ver si lo entiendo, un diario con millones de lectores en todo el mundo recomendando convertir, también València, en una ciudad de turismo masivo (si no lo es ya). Todavía vemos el éxito en la cantidad de turistas que llegan y poco nos paramos a pensar en la calidad. Una propuesta, la del diario neoyorquino, potencialmente kafkiana, que parece más bien subvencionada por organizaciones ciudadanas de la ciudad Condal.
Me precipité en los augurios, y València, desgraciadamente, no se ha convertido en la excepción que hace años deseé desde esta tribuna. Vamos, irremediablemente, hacia la unformidad urbana. La especulación, el factor económico, la globalización han marcado inmisericorde su ley y, este año en particular, he asistido con cierta tristeza al definitivo paso del Rubicón con la consiguiente bienvenida al club de las ciudades de turismo de masas. Cierto, tenemos nuestro patrimonio único e intransferible, tenemos nuestra huerta a las mismas puertas de la urbe, lo que la convierte en un entorno casi único en Europa, el parque Natural de la Albufera y Devesa, y el mar. Todo ello junto convierten a València en una ciudad única.
Sin embargo, ese modelo privilegiado y a priori diferenciador, no ha podido sustraerse a todos los clichés del actual turismo, y de forma imparable van convirtiendo el centro histórico en un entorno cada vez más difícil para el ciudadano autóctono e intercambiable con muchas ciudades europeas. Una pena.
Sin embargo todavía existen agentes, entre los que modestamente me incluyo junto con otros colegas, a los que hay que sumar galerías de arte, talleres artesanos, libreros, hostelería “de proximidad”, guías turísticos “de verdad”, empresas con profesionales cualificados de gestión y servicios culturales y comercios históricos, o no tan históricos pero con personalidad, que creo que de alguna forma y en nuestra medida continuamos contribuyendo a hacer de nuestra ciudad un espacio urbano con personalidad y diferente a otros destinos. Pienso que quienes son políticamente responsables de su futuro a medio plazo, deben tomar buena nota de qué hacemos, cómo somos, en qué contribuimos a la ciudad todos aquellos que nos resistimos, me permito hablar en nombre de muchos pequeños comerciantes, a los encantos y cantos de sirena “fáciles” del turismo masivo y seguimos ofreciendo autenticidad y cultura. Sin estos espacios, València perdería definitivamente su esencia, ya mermada, más allá de un patrimonio que afortunamente está ahí por ser herencia del pasado. Vivimos una burbuja más y esta pinchará no por la cantidad pero quizás sí por la calidad; por el lado de quienes buscan “algo diferente” que acabarán pasando menos tiempo en la ciudad si ven en esta demasiados espacios convencionales, y decidirán ir a la búsqueda de destinos más pequeños, quizás menos monumentales pero más disfrutables. Seamos sinceros y no quiero parecer elitista: el disfrute del patrimonio artístico y cultural se ha deteriorado para un determinado tipo de viajero.
Hace unos días observaba con tristeza la apertura de varios locales dedicados a la venta de souvenirs dentro del mercado central. Creía, y al parecer me equivoco, que las normas que rigen este grandioso espacio no permitían la venta de determinados productos en su interior. Al parecer no es así, por lo que potencialmente este espacio “deleite para los sentidos” podría ver transformada su fisionomía en un plazo de entre cinco y diez años. La función para la que fue concebido un mercado inaugurado en 1920 no parece que fuera esta.
El problema, y me temo es que ya nos encontramos en este escenario, es que no es lo mismo activar políticas de presevación de lo existente (que nunca están de más, si todavía queda tejido a proteger), que de fomento para revertir de alguna forma aunque sea parcial, la situación. En este útilmente caso es mucho más costoso y difícil, puesto que hay que “crear de nuevo”. Las medidas de conservación se podrían haber adoptado hace una década y ahora, me temo, que en muchas cosas llegamos tarde. Una de las cosas que más me duelen es que incluso en el aspecto patrimonial se están perdiendo ciertas batallas; por ejemplo cuando se escucha a pseudo guías turísticos mal informar sobre ciertos monumentos, directamente inventándose toda suerte de leyendas y pseudotradiciones locales que nunca se gestaron. Al fin y al cabo, ¿quiénes de sus clientes las van a comprobar?
No me dedico a aplicar políticas públicas en esta ciudad, pero tengo mi opinión como también ustedes la tendrán. Así que no les sorprenderá, es más, les parecerá poco original si les digo que se deberían articular medidas que potenciaran y fomentaran el comercio tradicional a través de exenciones impositivas, ayudas, concursos de ideas, pero de una forma potente y ambiciosa. Me consta que se hacen algunas cosas, al respecto, pero no creo que tímidamente y no pienso tengan la fuerza exigible para que tengan efecto ante el tsunami que se nos viene encima. A las pruebas me remito.
Hablaba hace tiempo en un artículo de la diferencia que yo establecía entre los viajantes que descubren un lugar, su patrimonio y sus valores culturales, y los turistas. València es una ciudad que podría ser más de viajeros pero me temo que la estamos convirtiendo en un lugar de turistas en el sentido peyorativo del término. El viajero necesita y busca mimetizarse con la ciudad, su ritmo y modo de vida y al turista no le importa tanto estar rodeado de, precisamente de otros turistas. En este caso comienzan a ser mucho más interesantes en todos los sentidos, incluido el cultural, los barrios periféricos en una ciudad tan cómoda para la movilidad como la nuestra. En este sentido, llama poderosamente la atención el hecho de que si alguien de fuera quiere ver cómo viven los valencianos deba salir extramuros. Es decir, precisamente en lo que fueron las calles más antiguas de València es donde cuesta encontrar el rastro de la València de verdad. Ya hemos visto las medidas que se empiezan a adoptar en ciudades especialmente afectadas por un problema que, por otro lado, tiene una tendencia alcista sobre la que todavía no vislumbramos el final. Hasta la fecha no se puede decir que el patrimonio se haya visto afectado más allá de la suciedad con la que amanecen determinados lugares especialmente concurridos, y la afectación estética (que no es poca cosa) de los nuevos comercios surgidos al albur de la oportunidad económica que da el turismo. En este último caso urge una normativa municipal sobre letreros, fachadas, tipografías etc mucho más estricta que la que puede existir.
El centro histórico de València ha sido desde tiempo inmemorial lugar de encuentro entre sus ciudadanos. Las incontables calles cuya nomenclatura hace referencia a los gremios nos trasladan a una ciudad de gran actividad comercial. Tras la riada de 1957 llega un periodo de decadencia cuya puntilla la da la droga ya en los finales años de la década de los setenta. Recuerdo de niño callejones por los que literalmente no me atrevía a pasar o ser objeto de atraco a punta de navaja en un par de ocasiones. También recuerdo, eso sí, hacer mucha vida de calle por la zona de la Plaza Vicente Iborra. Tras ese periodo llegó otro de recuperación a través de la rehabilitación tanto patrimonial, como de viviendas y espacios de encuentro ciudadano a través de peatonalizaciones. Los barrios intramuros volvieron a arrojar números verdes, y mucha gente joven regresó al barrio. Cuando la situación parecía encarrilada se ha producido en un abrir y cerrar de ojos, algo que si bien se preveía, sus efectos han sido de alguna forma devastadores, y además en un periodo de tiempo muy breve. Según estudios de nuevo más del 30% de las viviendas del centro histórico se encuentran vacías en lo que a la ocupación de vecinos se refriere, trasladándonos a cifras, otra vez, propias de los años setenta. Hablamos de censo ciudadano, empadronamientos. Se trata de una cuestión difícil de rebatir: el turismo es en esta ocasión el fenómeno que, de nuevo, está vaciando de habitantes el centro histórico. Se suele hablar de calles abarrotadas de turistas en verano, Semana Santa, puentes, fines de semana, y de las molestias que ello ocasiona. Pero a penas se habla del efecto contrario: la poca actividad que se detecta cuando no se dan esas circunstancias. Una especie de “tercialización” de muchas zonas intramuros. Les doy una cifra que se me viene a la cabeza y que escuché el otro día en una cadena de radio nacional: en todas las Ramblas de Barcelona quedan poco más de cuarenta familias residentes. ¿Estamos a tiempo?; hace dos o tres años pensaba que sí. Ahora tengo serias dudas.