crítica de cine

'Una íntima convicción': Entre la verdad y la duda

23/08/2019 - 

VALÈNCIA. En 2009, Antoine Raimbault conoció el caso de Jacques Viguier, un hombre corriente, profesor de derecho y amante del cine que había sido acusado de asesinato después de que su mujer desapareciera sin dejar ningún rastro. Muchos de los relatos que Raimbault había escrito versaban sobre la duda, sobre el concepto de verdad y mentira en un mundo dominado por la máscara de las apariencias. Quizás por esa razón, se sintió tentado por su amigo, el director Karim Dridi (El último vuelo) y terminó asistiendo al juicio que se estaba celebrando en Toulouse. Allí tomó contacto directo con la justicia de su país y pudo comprobar sus luces y sus sombras. A pesar de que no había ninguna prueba contra Jacques Viguier y que sus hijos lo apoyaban, había una necesidad imperiosa de acusar a ese hombre para demostrar que el sistema funcionaba correctamente.

Nueve años duró el proceso de Viguier hasta su absolución. Por el camino, tuvo que enfrentarse a la opinión pública, a todo un interminable proceso judicial que terminó aislándole del mundo. Nunca se sabrá si era culpable o inocente, ni tampoco se supo nada más de su mujer. ¿Cometió el crimen perfecto, o fue una víctima de las circunstancias? El director quedó fascinado por este caso y decidió escarbar en él para plantear una serie de preguntas. Quería reflexionar sobre el sistema judicial de su país, pero también sobre la manipulación, sobre la duda e inspeccionar en torno al poder de la convicción sobre el de la razón. 

Cada uno de nosotros nos encontramos condicionados de alguna manera, ya sea a través de nuestro sistema de valores o de nuestra propia intuición. Cuando no se tienen pruebas y solo se cuenta con un puñado de hipótesis, resulta imposible no valorar de una manera subjetiva. ¿Tiene eso algo que ver con la justicia? Es uno de los temas que subyacen en Una íntima convicción. Para hablar de esos sentimientos irracionales, el director introduce la figura de una mujer, Nora (Marina Foïs, Polisse) que se obsesiona con el caso y con la inocencia de Viguier, hasta el punto de buscar ella misma a un afamado abogado, Eric Dupont (Olivier Gourmet, El hijo) para que lo defienda. El nuevo letrado le pedirá a Nora que transcriba los cientos de horas de grabaciones telefónicas relacionadas con los implicados, y ella se sumergirá todavía más en un universo en el que todas las pistas parecen remitir a lo que ella pensaba de antemano.

A través de Nora nos adentramos en la paranoia, en la obsesión y en cómo esa idea predeterminada termina por convertirse en el eje de su mundo, hasta el punto de que todo lo demás queda a un lado: su hijo, su trabajo como jefa de cocina en un restaurante y la relación con su amante (Steve Tientcheu, ‘Los miserables’). Como dice el propio director, la verdad puede volverte loco, y en ese sentido, Nora tendrá que enfrentar su íntima convicción (la antítesis de lo que en los países anglosajones se refiere a ‘la duda razonable’) a la voz de la cordura y la ética profesional que representa el abogado Dupont, que prefiere atenerse a los hechos y las certezas de una manera mucho más cerebral. 

Se trata de la primera película de Antoine Raimbault y, a través de este caso real, consigue configurar un apasionante thriller judicial que tiene una personalidad propia a pesar de contar con referentes hitchcockianos ineludibles, que incluso se citan en la propia trama, como es el caso de ‘Alarma en el expreso’ (1938) o ‘Falso culpable’ (1958).

El ritmo resulta impecable, así como el uso de la tensión atmosférica. El espectador se introducirá en la paranoia de Nora, sentirá su ansiedad, su vértigo y su frustración al tiempo que se suceden unas imágenes repletas de capas de significado.

Las interpretaciones de Marina Foïs y de Olivier Gourmet resultan imprescindibles a la hora de confrontar la pasión y la cordura que ambos representan. Un tour de force actoral intenso e impecable que se contrapone al estatismo del acusado (el siempre inquietante Laurent Lucas, ‘Alléluia’, ‘Crudo’) cuyo rostro simboliza la incógnita de su culpabilidad o inocencia.

Se trata de una película milimétricamente documentada, rigurosa hasta el más mínimo detalle. Por eso la coreografía de cada sesión resulta tan precisa y absorbente. No son muy comunes las películas francesas que giran alrededor de un juicio, al contrario que ocurre en otros países, quizás porque su sistema no resulta tan cinematográfico como el estadounidense, por ejemplo, pero esa austeridad no le impide al director componer un excelente retrato tanto social como psicológico alrededor de los claroscuros de la ley.

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