Noa trota relajada por los senderos de sombra, olfatea troncos, piñas y rastros de animales. Su cola alta como una antena habla de que está embriagada y feliz. Yo también lo estoy. La sigo de buena mañana por El Saler antes que el calor nos aplaste y certifico, un año más, que estoy enamorada de este paisaje y que este paisaje es mi memoria. Se pueden pisar literalmente los senderos de lo vivido si éstos discurren por un bosque. No se puede decir lo mismo de un cine o un café donde se ubica nuestro primer beso u otros deslumbramientos. La naturaleza no muta, nos sobrevive: permanece. Se nos educó en esa creencia, que nos hacía pequeños frente a ella.
Julio avanza y las urbanizaciones de monte y playa se llenan de vida, las nuevas generaciones se apiñan, los sofás cama se despliegan, siempre hay hueco para uno más en el veraneo de la clase media. Nos reencontramos con abuelos y cuñados, pero también con la naturaleza. El Mediterráneo que cantó Serrat nos espera cada año para renovar el asombro, encierra celosamente nuestros secretos, nos acaricia y nos perdona los excesos, ¿nos lo merecemos?
Asistimos estos días a la ferocidad del cambio climático. Megaincendios, olas de calor y lluvia extrema. Los vecinos de California no se preguntan ya si arderá su entorno sino cuándo lo hará. La semana pasada en Centro Europa nos sacudió la noticia del agua barriendo pueblos y autopistas de madrugada. El telediario se nos llenó otra vez de escombros y barro, vecinos abatidos y vecinos que echan una mano. Nada es nuevo para nuestras retinas. Torrentes de agua turbia que corren como una hemorragia abierta por el corazón de pueblos en luto y políticos que posan consternados. Diríase que es una estampa típica del noticiero, pero no lo es: ahora el cambio climático nos llama a la puerta. Golpea el corazón de la Europa privilegiada. Ya nadie está a salvo de despertarse una noche con el agua al cuello y perderlo, ¿seremos capaces de reciclar esta angustia en cambios?
Cuando era niña y serpenteaba por estas mismas dunas del Saler escribí un cuento ecologista. Era una fábula en la que la Dehesa había sucumbido a incendios implacables y sólo yacía en pie una pequeña cabaña. En la cabaña, cómo no, una anciana que era yo misma daba cuenta con la voz rota del verde y del azul perdidos para siempre. Gané un premio infantil en la urbanización que disipó mi angustia, pero duró poco. Era la época de los incendios recurrentes, la Albufera moribunda y las paellas y petardos permitidos por cualquier claro del bosque. Cuarenta años después, la educación ambiental ha prendido y un paseo por el Saler transmite respeto. Ya nadie se baña en el lago, que es reserva de aves, ni deja rastro de basura los domingos ni permite que los niños se columpien de las ramas. La generación que ha crecido en la Dehesa es ahora la mayor defensora del patrimonio que nos dimos los valencianos en los setenta. Sin embargo, en este siglo, todo gesto local parece ahogarse en el ruido global, ¿o no?
Juan Romero, mi amigo y profesor favorito de Geografía Humana, me regaló una charla prepandemia en su casa ( ) y pronosticó que el feminismo y el ecologismo se abrirían paso de una forma transversal, aglutinadora. “El ecologismo es el mayor disolvente del capitalismo, impugna la Globalización” Para él, la ecuación sería “crisis climática + consumo + juventud” y estaba convencido de encontrarse al principio de una nueva era.
Sus palabras me visitan ahora y se mezclan con el olor a resina y yodo de la Dehesa. Me acomodo en el que será mi refugio en el mes de agosto y decido también darme un respiro con las entregas del Bitácora durante un mes (volveré a publicar en septiembre). Me limitaré a leer, a mirar, a ser árbol, arena, Albufera. Los caminos están húmedos al amanecer y la luz se derrama quieta, ni una rama se mueve, el agua del canal es metálica y plana. Todo el bosque espera en silencio que la brisa despierte y lo despeine. Los pájaros la invocan a gritos desde la isla del lago, suenan como mil puertas oxidadas. Los flamencos son un punto blanco en la distancia y les sé recogidos y sagrados, hacen su ritual de yoga sobre una pata. Llegamos al mar, que tiene texturas de leche y olas perezosas con transparencia de vidrio en la orilla.
Una garza entra en la desembocadura del canal y se detiene. Me detengo. Nos sentimos. Ella de pronto gira el pico hacia mí y también distingue una figura tiesa e inmóvil, que tampoco sabe interpretar, tampoco revela sus intenciones. Al final doy un paso y ella echa a volar hacia el agua con un vuelo lineal y flexible, sin perder el rastro de la arena. Sabe dónde va. Qué se propone. El instinto la guía de forma infalible, ¿y nosotros? ¿Sabemos dónde detener el vuelo? ¿Qué hemos hecho del instinto?