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'We are who we are', hipocresía de hipocresías en una base militar estadounidense

Serie de HBO que iba a rodarse en una base de la OTAN del Ejército estadounidense en Italia, pero cuando el guión llegó a manos del Departamento de Defensa, no solo se les prohibió el acceso, sino que se les recomendó que nunca se llevase a término. Luca Guadagnino al final reconstruyó una base completa para grabar su serie, en la que se pone el foco sobre la confusión sexual de los adolescentes, pero también sobre las relaciones de poder lampedusianas de la posmodernidad. 

28/11/2020 - 

VALÈNCIA. Luca Guadagnino tocó la eternidad con Call me by your name no solo por la extraordinaria calidad de su película, sino porque un simpático fotograma se convirtió en meme. De todas las obras, proezas e hitos que se alcanzan en la sociedad actual, no sería de extrañar que solo caigan en manos de las próximas generaciones o de los extraterrestres aquellas que se convirtieron en meme. 

Las dos películas que hizo después, Suspiria y The Staggering girl, no alcanzaron el mismo reconocimiento, pero su miniserie para HBO titulada We are who we are ha vuelto a darle cierto relieve. Trata de las vivencias adolescentes de hijos de militares estadounidenses en una base de la OTAN en Italia. Están todos los complementos: música, estética y conflictos relacionados con la identidad sexual. 

La gran noticia es que una realización propia del minoritario cine neorrealista contemporáneo haya acabado en una plataforma de televisión de pago. La innegable verdad, de Derek Cianfrance, ya evidenciaba una apuesta por una narrativa de difícil digestión para la mayoría del público. Un ritmo que convierte al espectador en un voyeur. Algo que para muchos es plomizo y, para otros, la quintaesencia. En esta casa es una forma como otra cualquiera de llevar a cabo algo tan viejo como contar una historia. 

Lo importante es que Guadannino no da puntada sin hilo, no se ha sumado a reflejar las ideas dominantes político-sociales para recibir un aplauso gratuito y suelta contundentes cargas de profundidad. No es de extrañar que Lena Wilson, del New York Times, escribiera una crítica iracunda, donde calificaba la serie de "eurocéntrica" y censuraba al autor por enfrentarse a "un grupo demográfico" del que tendría "cero conocimiento y muy poco que aportar". 

No se puede explicar sin destripar la trama, pero en el punto álgido de We are who we are eso que se conoce como blancos privilegiados, en este caso digamos que tienen una posición de poder, por muy progresistas que se crean ser, cuando alguien en una situación de inferioridad les supone un problema, ya sea por un agravio, por incomodidad o por la culpa de haberle hecho daño, aprietan un botón y lo quitan del medio sin miramientos y a otra cosa. Es el poder. 

El resto es otra historia, pero merece realmente la pena aunque solo sea por el capítulo cuarto. Como ocurre en estos casos, es como una película dentro de la serie. Igual que en la absolutamente extraordinaria Euphoria, que trasciende las películas de Harmony Korinne y la visión de la juventud que se tenía en el siglo pasado, la fiesta que se monta en ese episodio tiene un cariz generacional refrescante. La gen Z que monta aquí una bacanal es igual de hedonista que las anteriores juventudes juerguistas, pero se observa mucho orden y concierto en su desparrame y muy poca represión sexual, aunque haya mucho sexo. En resumen, se aprecia más inteligencia. 

La política está presente porque este relato se produce durante la campaña electoral en la que salió elegido Donald Trump en 2016. El dilema incómodo que plantea el guión es el de hacer que sea trumpista la familia afroamericana, al menos el padre, y progresistas las blancas lesbianas que son oficiales y están por encima de él. Al mismo tiempo, esta vez con brochazos desde mi humilde punto de vista, se atreve a colocar el germen del islamismo en comportamientos familiares que suceden dentro de esa misma base. 

El público dado al seguidismo y pegarle siempre al tentetieso no sé si lo encontrará poco confortable en su cámara de resonancia ideológica, pero al Departamento de Defensa de Estados Unidos no le hizo ninguna gracia. Si no estos detalles políticos, el resto: que hijos de militares tengan confusión sexual y se planteen un cambio de sexo. Inicialmente, Guadagnino iba a rodar en una base real del ejército, pero cuando pasó de manos el guión le dijeron que no. No solo que no iba a emplear sus instalaciones, sino que lo ideal sería que esa serie no se grabase nunca. Para que luego digan que la ficción es evasión inofensiva.

Pese a todo, lo que genera más reacciones es el protagonista, Fraser, interpretado por Jack Dylan Grazer. Es una actuación magistral que solo se entiende con unas sutiles pinceladas que llegan al final. Hasta entonces, e incluso puede que también en ese momento, el chaval puede resultar odioso por pedante y caprichoso. Catlin, interpretada por Jordan Kristine Seamón, es su compañera durante este viaje con un resultado mucho más agradable. Su magnetismo personal es innegable. Las dudas con su identidad sexual, aunque sea algo que empieza a entrar en el lugar común, conforman un relato muy interesante y que luego se revela como impredecible.


Sin embargo, la fuerza de toda esta historia reside en el retrato del poder. No importa lo progresista, moderna o concienciada que esté una persona de acuerdo a las líneas de pensamiento de su tiempo. El poder es el poder y su ejercicio se manifiesta de la misma manera y en la misma dirección independientemente de los factores citados. Cuando las decisiones se toman en marcos que exceden la moral cotidiana, llegan los mismos atajos, las mismas mentiras para ocultarlos e idénticos procedimientos para quitarse el sentimiento de culpa. 

La miniserie de Guadannino dispara contra esa elite que alimenta la oleada de moralismo que ha inundado tantas facetas de la vida pública, pero que tiene el privilegio de zapear cuando estas cuestiones que tanto le obsesionan se complican, se vuelven incómodas o, directamente, no puede explicarlas con sus dogmas. Habla de cómo es una borrachera de poder al conducirse por la vida y de la hipocresía de hipocresías de un tinglado donde al final, pese a los límites, sigue mandando a su gusto el que puede.

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