VALÈNCIA. Me siento a escribir sobre Anatomía de un instante, la miniserie de cuatro capítulos que adapta el libro superventas de Javier Cercas y, de pronto, descubro que no tengo ganas de hacerlo. Y eso que he propuesto yo el tema de este artículo, nadie me obliga. No es porque la serie no lo merezca, que sí lo merece, aunque vaya por delante que creo que no es la gran serie que apunta. Pero es que me paro a pensar en cómo está el patio político y lo espinoso que es tratar todo lo que se refiere al periodo de la Transición, y en la de circunstancias y malentendidos que hay que aclarar antes de enfrentar la serie como lo que es, una obra audiovisual, que me digo: ‘pero quién me mandaría a mí habiendo tantas series y películas’. Me explico:
No, la serie no explica toooodo lo que supuso, bueno y malo, la Transición. Nadie debe esperar eso de ninguna serie, porque ni que durara 60 horas lo haría. Pero es que tampoco es su intención.
Sí, habla de los tejemanejes del poder y las altas esferas. El pueblo español y su lucha de aquellos años en las calles, las fábricas, las universidades o donde fuere no sale por ninguna parte, solo levemente en algunos fragmentos de diálogo. Tampoco es esa la historia que está contando. Y sí, es verdad que tocaría empezar a hacerlo.

Sí, la serie defiende el diálogo y el acuerdo como base de la democracia, aunque, en estos tiempos que corren, para esos que entienden que cualquier diálogo es una claudicación, semejante defensa es poco menos que un pecado que solo sirve para blanquear o justificar a gente que ellos consideran despreciables. Un ‘al enemigo ni agua’ que, desgraciadamente, triunfa en la derecha, toda ella extrema a estas alturas, pero también circula en alguna izquierda, aplicada muchas veces a quienes están en la misma trinchera, ay.
Con este estado de cosas, ponerse a hablar del golpe de Estado del 23F, del papel del rey, de Suárez, Carrillo o Gutiérrez Mellado es un ejercicio de riesgo que, francamente, da mucha pereza. Pero cómo, precisamente, el patio está como está y Alberto Rodríguez y su equipo han decidido hacer la serie, quizá no queda otra que hablar de estas cosas, aunque haya que gastar mucha energía en matizar, puntualizar y replicar.
Así que, si digo que, entre otras, las secuencias del primer encuentro entre Carrillo y Suárez, el baile al son de Julio Iglesias, el cigarrillo compartido entre Carrillo y Gutiérrez Mellado o la fuga del rey en el maletero del coche son estupendas no significa que me crea a pies juntillas el discurso oficial de la Transición y el 23F o que esté ciega a la realidad que fue. Significa que la obra audiovisual Anatomía de un instante funciona muy bien en muchos aspectos y se ha sustentado en una voluntad clara de construir personajes creíbles, interesantes y complejos, no clichés obra del prejuicio. Concebidos, y ese es el punto de vista de la serie y del libro, como traidores y héroes a la vez, tienen sus muchas sombras, unas que no impidieron sus luces en aquel momento concreto de la entrada de Tejero en el Congreso.

He dicho antes que no es la gran serie que parecía ser. Veamos por qué, pero, primero, lo bueno. La reconstrucción histórica en los ambientes, espacios y decorados es impecable. Y la caracterización (maquillaje, peluquería, vestuario) merece todos los premios. Muy sabiamente, se ha evitado el peligro de la mimetización y el aparato protésico de rostros y cuerpos no se percibe como tal y esto me parece esencial para el buen funcionamiento del relato. Un diez.
El trabajo actoral es otro diez, sin fisuras. Por supuesto, han contado con excelentes actores, pero sabemos que eso no siempre garantiza el buen resultado final. Aquí no hay reproche posible y la credibilidad, esencial para la buena marcha de un relato con personajes históricos, es máxima. Eduard Fernández ES Santiago Carrillo, Álvaro Morte se borra para convertirse en Adolfo Suárez, quizá la mayor sorpresa del elenco, y Manolo Solo, a priori el intérprete más alejado de su referente, está inmejorable como Gutiérrez Mellado. Pero también, por supuesto, David Lorente, ese actor todoterreno, que compone un Tejero perfecto, Óscar de la Fuente como Milans del Bosch o Miki Esparbé como Juan Carlos I, quizá el personaje más difícil de encarnar, dado que, actualmente, la caricatura se ha comido a la persona real y no la podemos eliminar de nuestro cerebro.

Los problemas son principalmente dos: La voz en off y las prisas. Entendemos la dificultad de convertir en serie de ficción el libro de Cercas, pero la voz en off es a todas luces excesiva. Por más que, en ocasiones, sea irónica respecto a lo que vemos e incluso contradiga a los personajes, es inevitable la impresión de que las imágenes se limitan a ilustrar la narración y de que la voz está sustituyendo algo que debería ser contado a través de lo que vemos. La progresión dramática no fluye por sí misma, sino empujada por dicha voz y por las prisas: todo va muy rápido. Se ha alabado que la serie tiene mucho ritmo y acción, pero es demasiado. Hay mucha información que no siempre se puede procesar y cierta sensación de apremio, de no dejar reposar lo que estamos viendo u oyendo y que alcance toda la dimensión y densidad que requiere. Esto es especialmente palpable en el primer capítulo, el dedicado a Suárez. Quizá por ser el tercero y porque el personaje es el menos establecido en la memoria colectiva y, por tanto, de quien menos sabemos, el capítulo que mejor funciona es el de Gutiérrez Mellado, especialmente lo que tiene que ver con su relación con Suárez.
En todo caso, y con cierto regusto a oportunidad perdida, a quiero y no puedo, toca estar al lado de aquellos relatos que defienden la base de la democracia, esto es, el diálogo, el consenso, el acuerdo: eso tan elemental de que personas de ideologías contrarias, o simplemente diferentes, pueden sentarse a hablar y acordar algunos cimientos esenciales de la convivencia. Algo que hoy parece, lamentablemente y según quien mire, o una derrota sin paliativos o una actitud casi revolucionaria.