VALÈNCIA. El empresario Steve Rubell tenía muy claro cuál era el concepto que quería imprimirle a su nuevo proyecto. Su filosofía era esta: “La clave para una buena fiesta es llenar una habitación con invitados más interesantes que tú”. Y eso fue lo que hizo con Studio 54, que abrió sus puertas a finales de abril de 1977 para convertirse en el palacio de los excesos más deseado del mundo occidental. Una marquesina negra y el logo déco diseñado por Gilbert Lesser (autor de emblemáticos carteles para obras de teatro como Equus, Frankenstein o The Elephant Man) presidían la entrada del que en poco tiempo se convertiría en el club más famoso de todos los tiempos. El local que lo acogía había sido antes un teatro y eso, en cierto modo, es lo que siguió siendo durante los treinta y tres meses siguientes. Durante el tiempo que la discoteca original estuvo abierta (tuvo otras etapas ya sin sus responsables originales al frente, pero la magia se había esfumado), la gente acudió allí para ver y ser vista, para formar parte de la representación de los vicios y virtudes de una sociedad obsesionada con el consumo y la fama. La mayoría de los que entraban allí, entraban como quien acudía a una fiesta real en los tiempos de María Antonieta en Versalles. Unos eran parte de la nobleza. Otros eran meros vasallos. El hecho de compartir espacio y pista de baile creaba una ilusión que funcionaba en ambas direcciones. Los elegidos se veían agasajados por la muchedumbre. La muchedumbre se sentía cerca de los elegidos. Una curiosa costumbre que tal vez no sea tan curiosa, a juzgar por lo que se ve en las redes sociales.
Antes de lanzarse a esta aventura empresarial, Rubell y su socio, Ian Schrager, ya habían hecho dinero dirigiendo una serie de restaurantes; pero esta vez querían que su nueva incursión en la hostelería los llevara más allá. Y así fue. Parte del mérito fue de Carmen D’Alesio, que puso su agenda de relaciones públicas a disposición de la empresa. Truman Capote, Calvin Klein, Andy Warhol, Carolina Herrera, Mick Jagger, Sylvester Stallone, Bryan Ferry, Halston, Liza Minelli, Martin Scorsese, Dalí, una interminable lista de ricos, famosos, ídolos… Studio 54 acogió a más estrellas que el propio cielo. Fue algo más que un lugar de moda, fue el sitio al que había que ir, aunque no supieras si te iban a dejar entrar. El fastuoso libro que Schrager editó en 2017 (Studio 54) daba fe de ello. En las fotos aparece hasta Bruce Springsteen trajeado para la ocasión.
La inauguración del local coincidió con el furor por la música discotequera que trajo consigo el éxito de Fiebre de Sábado Noche. Fue un fenómeno curioso porque la disco music, tal como se veía en la citada película, era un asunto que venía de los márgenes. Música hecha e interpretada por gente procedente de tres distintos guetos: el de los negros, el de los latinos y y el de los gais. Era música hedonista que incitaba al placer y la diversión. Ritmos de funk que en algunos casos también incorporaban toques latinos. Letras que invocaban, siempre mediante metáforas más o menos gráficas, el sexo. Las discotecas era templos donde el ritual de la seducción se manifestaba por medio del baile, el sudor y la liberación de feromonas. Al principio todo era orgánico (y orgásmico también), hasta que Giorgio Moroder y Peter Bellote, que ya habían convertido a Donna Summer en la Afrodita Negra de la disco music con el interminable Love To Love You, Baby (dieciséis minutos de bajo, violines y gemidos de placer), aplicaron las posibilidades de los instrumentos electrónicos y nació I Feel Love, cantada también por la Summer. La electrónica hizo que las feromonas saltaran como chispas en una radial y eso, unido al arrollador éxito de las canciones de Bee Gees, consagró a las discotecas como lugares de moda en todo el planeta. Pero la única que aparecía siempre en las columnas de sociedad y cotilleos de los diarios era Studio 54.

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El local era una invitación al desmadre, presidido por una gigantesca luna con facciones humanas bajo la cual se movía una cucharilla que, al tocar su nariz, hacía que la figura se iluminase. Los baños eran unisex, aunque, como escribe Anthony Haden-Guest en su libro The Last Party. Studio 54, disco and the Culture of the Night, la gente no acudía a ellos únicamente para hacer sus necesidades. Rubell sabía cómo hacer que lo famosos volvieran, y para ello les colmaba de regalos y atenciones. A su vez, ejercía como portero en la entrada, decidiendo quién entraba y quién no. Quiero recordar que una de las peculiaridades de la discoteca es que la realeza (las celebridades) atraía al pueblo llano. Y el pueblo llano no siempre era bienvenido en aquel palacio de los excesos. Pero no todo el mundo conseguía acceder al paraíso. “Eres fea, no entras”, era una de las frases más temidas de Rubell cuando se apostaba en la puerta del establecimiento. Sólo quería gente bien parecida y con atuendos originales.
Negros y gais eran bienvenidos, pero Studio 54 no era, como la mayoría de las discotecas. No tenía vocación de gueto sino todo lo contrario, vendía la imagen de lugar selecto en el que cualquier fantasía parecía posible. El antecedente más inmediato a Studio 54 fue Le Jardin, situada también en Nueva York. Era una discoteca abiertamente gay que frecuentaban muchas mujeres sabiendo que allí podrían bailar sin ser acosadas. La gente de la moda no tardó en desembarcar allí. Grace Jones fue una de sus reinas, como también lo fue de Studio 54, donde desfiló para Kenzo, presentó sus discos y se relacionó con otros seres bellos, exóticos y famosos. Paparazzis como Francesco Scavullo y Ron Galella captaron aquel delirio nocturno con sus cámaras. Y así pasaron a la posteridad Bianca Jagger atravesando a lomos de un caballo blanco por la pista de baile; una anciana llamada Disco Sally que bailó allí noche tras noche hasta el día en que la hallaron muerta en el local; Warhol recibiendo un bol lleno de billetes como regalo de cumpleaños. También era habitual ver a exuberantes mujeres trans con nombres más exuberantes todavía. Una de ellas era Potassa de Lafayette. Potassa, que formaba parte del séquito de Dalí, ligaba con hombres de Wall Street y les hacía felaciones en los palcos. Rubell había dado la orden en las barras de que a Potassa le dieran todas las botellas de champán que pidiera.
Por supuesto, la música era importante. El I Will Survive de Gloria Gaynor, que originalmente era la cara B de un single, se hizo popular gracias a la insistencia del dj residente. Blondie grabaron en el interior del local el vídeo de Heart Of Glass. Y fue Diana Ross la artista que cantó cuando todo acabó, en febrero de 1980, en una fiesta bautizada como El fin de la Gomorra moderna. Los problemas fiscales de la empresa propiciaron una redada en la que se hallaron bolsas de dinero dispersas por todo el local. Rubell y Schrager fueron a la cárcel por evasión de impuestos. Una vez cumplida la condena, volvieron a la carga y siguieron abriendo locales como el Palladium. Rubell, que fue encarnado por Mike Myers en la película 54, falleció en 1989. Lo mató el sida, aunque su propensión a la bebida y la droga no resultó de gran ayuda para que el tratamiento que seguía diera resultados. Schrager sigue dedicándose a crear y gestionar hoteles boutique de lujo.