"Todo el mundo sabe que el barco se está hundiendo, / Todo el mundo sabe que el capitán mintió". Leonard Cohen, Everybody Knows.
Cuando, una y otra vez, la corrupción envenena los órganos políticos del PSOE, hasta salpicar los lazos los familiares, tenemos que escuchar que nada es cierto, que todo es fango. Fango mediático. Fango de la extrema derecha. Fango de las togas franquistas. Fango que quiere destruir el edén progresista. Una tierra prometida en la que están instalados prohombres de reconocido prestigio profesional y de reputada catadura moral. Nos referimos, ¡cómo no!, a personajes tan entrañables y de aspecto tan franciscano como Tito Berni, Koldo García, José Luis Ábalos (y esas noches en Teruel), Santos Cerdán (añoro esos días azules en que se convirtió en el heraldo de la "tolerancia cero con la corrupción"), Leire Díez (a quien nadie conocía), o, hasta ayer, al dignísimo fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz ("¿De quién depende la fiscalía? Pues eso"). La lista se vuelve interminable. Por ellos había que poner la mano en el fuego. Pero no la cartera, por si acaso. Su aval: eran hombres del partido, o cercanos a él. ¿Quién podía dudar de su honorabilidad? Solo la sempiterna fachoesfera. Ella es la culpable de todo, incluido el diluvio universal y la extinción de los dinosaurios.
Este era el relato oficial, el que había que seguir a pies juntillas. Pero, al igual que las murallas de Jericó, el pasado 20N se vino abajo. Una condena, tan maldita para el PSOE como justa, que ha puesto, negro sobre blanco, una realidad bien conocida por la mayoría de los españoles: la corrupción, como las hojas secas en otoño, tiende pudrir el espejo en el que se mira la progresía de salón.
Más allá de su contenido, la condena ha puesto en evidencia la escasa entidad democrática tanto de la izquierda como de la extrema izquierda. ¿Alguna vez lo fue? La pregunta no es retórica. En absoluto. La historia no les absuelve. No lo fue cuando el fundador del PSOE amenazó en el Congreso con "llegar al atentado personal" contra Maura (7/7/1910). Una semana después, Maura fue víctima de un atentado en una estación de tren, recibiendo heridas en la pierna y el brazo. No lo fue en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, en la que Largo Caballero fue nombrado consejero de Estado. No lo fue durante la II República. El mismo Largo Caballero, entre otras lindezas, llegó a sostener: "No creemos en la democracia como valor absoluto. Tampoco creemos en la libertad" (1934, Ginebra); "Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos". (10 de febrero de 1936, Cinema Europa). Ya en democracia, tuvimos los GAL. Y a Zapatero...
Esto es pasado. Pero también es presente. Los ejemplos se suceden, uno tras otro. Dos ejemplos, entre cien, llaman a la puerta de la indecencia. El primero cabe atribuírselo a Ione Belarra. Como representante de un partido de marcado talante totalitario, perpetró una propuesta que bien pudiera constituir un delito de odio, y del que, a buen seguro, la fiscalía no dará parte (no lleva alzacuellos). Con un tono preocupantemente guerracivilista soltó semejante lindeza en el Congreso: "España tiene hoy dos opciones: reventar a la derecha y quitarle todos los privilegios o que la derecha gane y reviente el país". ¿De qué privilegio hablas, Ione? ¿Te refieres a los que gozas como parlamentaria o los que disfruta Montero como eurodiputada? Aún recuerdo vuestras vacaciones VIP en Cala Pregonda (Menorca), y vuestra asistencia a un recital de Fermín Maguruza, ese proetarra que tanto os gusta. Por esas fechas, media España ardía entre las llamas, y vosotras tomando el sol, of course. ¿Qué se diría si cualquier partido de la derecha pidiera reventar a lo poco que queda de Podemos? Créeme, sería el primero en repudiarlo, porque, a diferencia de vosotras, abrazo la palabra y desprecio la violencia. Por cierto, ¿retiró la presidenta de la Cámara sus palabras? Necesitan su voto. ¡Claro!
El segundo, y aún más lacerante ejemplo. Este mismo discurso del odio lo acabamos de ver con la condena que acaba de dictar el Tribunal Supremo en el caso del fiscal general del Estado. Por lo que acabo de señalar, no me extraña la inveterada manía que tiene la izquierda y la extrema izquierda en querer acabar con la división de poderes, es decir, con la democracia, porque esta no puede existir si el poder se inmiscuye en la labor de los jueces, a quienes ven, cuando sus dictámenes no les son propicios, como enemigos declarados. Lo sentenció Alfonso Guerra: "¡Montesquieu ha muerto!" (1985), luego, la democracia no existe, es pura apariencia formal.
Estos días lo acaban de escenificar sin rubor alguno. De nuevo, los ejemplos se suceden. Quitadas las máscaras de la progresía, sus voces y sus rostros les delatan. Delatan que odian todo lo que no pueden controlar. Odian la discrepancia. Odian la libertad de expresión. Luego, odian la democracia, porque llamar fascistas y golpistas a los jueces del Tribunal Supremo no se puede entender como un mero exabrupto, sino como expresiones que demuestran su deslealtad constitucional y su aversión a quienes custodian la ley. ¿Exageramos? En absoluto. Vayamos a lo dicho y escrito. Si lo hacemos, comprobaremos que sus palabras revelan lo que son. Las mías, les acusan.
Yolanda Díaz, en su calidad de ministra, declara: "Se ha condenado a un fiscal por hacer de fiscal general Estado. El fiscal es inocente y ha sido condenado injustamente. Lo que ha pasado es un descrédito al poder judicial". ¡Ojo! La vicepresidenta segunda del Gobierno está acusando a cinco miembros del TS de haber dictado una condena a sabiendas de que es injusta, incriminando, con ella, a un inocente. Yolanda, ¿no oíste decir al ministro de justicia, días antes de que se dictara el fallo, que había que guardar "respeto máximo y absoluto al trabajo que están haciendo los magistrados de la Sala Segunda", y que estaba seguro de que el TS dictaría "una sentencia justa"? ¿En qué quedamos? O el ministro de justicia carece de criterio o le sucede como Sánchez: cambia de opinión según sople el viento. No sé lo que es peor. Lo que sí sé es que, a este paso, no me extrañaría que veamos a miembros del gobierno firmando manifiestos, como el que suscribe Silvia Intxaurrondo, en el que se habla de "golpismo judicial". A ella la entiendo. Su nómina asciende a 537.000 euros.
En este circo en el que está instalado la baja política no podía faltar la entrañable Irene Montero. Es la reina de todas las salsas. Señala que el Estado está "corrupto", y carga contra esos jueces "golpistas" que creen que España es su "cortijo". El único cortijo que conozco es su envidiable chalet de Galapagar, el que jamás tendrán sus votantes. Y las únicas declaraciones golpistas, son las suyas, porque lo suyo es un atentado contra la división de poderes y el Estado de derecho. Si ni respeta la ley, ni las decisiones judiciales, ni a los partidos que no están en tu espectro ideológico, a los que difama, ¿cómo quiere que se la respete o que la tome en serio?
Luego están estrellas errantes como Rufián, digno sucesor de Companys, quien dejó por escrito que la condena demuestra que existe en España "una guerra contra unas ideas y contra unos partidos" (¿a qué ideas te refieres: al España nos roba o al 3 per cent?); o como Alberto Ibáñez, de Compromís, quien declara que con la condena se ha dado un "golpe blando contra el Gobierno y la mayoría plurinacional", para, a continuación, reclamar "una reacción antifascista". Alberto: ¿cómo puedes decir que son fascistas los cinco miembros del TS? ¿Acaso los conoces, les has leído, has hablado con ellos? Tanto mirar y reverenciar a Cataluña ha hecho que perdáis el norte, si es que alguna vez lo tuvisteis. Por cierto, ¿cuándo España ha sido plurinacional? ¿O te estás refiriendo a esa ensoñación delirante llamada països catalans?
Dejemos que la justicia dicte sus sentencias. Y a quienes no les ha gustado, lo lógico sería guardar oportuno silencio. Deberían hacerlo, porque saben que tienen un as bajo la manga: el Tribunal Constitucional, un Tribunal de marcado corte político, que nada tiene que ver con el Supremo, al que se llega tras una durísima oposición, y tras una larga y meritoria vida en los juzgados. Al TC, todos sabemos cómo se accede, incluso el precio a pagar. En el recuerdo: Manuel García Pelayo.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano