Yo no soy jurista. Y quizá por eso mismo, como ciudadano de a pie, la reciente condena al Fiscal General del Estado por el Tribunal Superior de Justicia me ha producido una mezcla incómoda de desconcierto y desasosiego. No por el contenido técnico de la resolución —que no pretendo interpretar— sino por lo que representa para los que, desde fuera del sistema, aún pensamos que la Justicia es, o debería ser, la última garantía de neutralidad democrática.
Lo que uno no alcanza a entender es que varios periodistas —profesionales de reconocido prestigio, de todos los medios acreditados de diferente tendencia ideológica, amparados por el derecho constitucional al secreto profesional— aportaron testimonios que no fueron valorados en su justa medida. No porque no fueran pertinentes, sino porque las fuentes originales no fueron reveladas, como la ley les permite no revelar. El artículo 20.1 d) de la Constitución española reconoce explícitamente la protección del secreto profesional periodístico como garantía del derecho a la información. El Tribunal Constitucional ha recordado en varias sentencias (por ejemplo, STC 6/1988, STC 172/1990) que «las fuentes informativas constituyen un elemento nuclear del derecho a comunicar información veraz». Sin esa protección, el periodismo de investigación —y con él, buena parte de los controles democráticos sobre el poder— se colapsaría.
La sentencia, al no acompañarse de un cuerpo jurídico explicativo completo, aumenta la sensación de estar ante una decisión que, siendo legal, puede no ser plenamente legítima desde una perspectiva de confianza pública. Y aquí vuelve lo que a muchos ciudadanos nos preocupa: la sombra política que aún proyecta su peso sobre la Justicia española.
Es cierto —y conviene subrayarlo para no faltar a la verdad— que recientemente se alcanzó en Bruselas un acuerdo trascendental entre PSOE y PP para renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) después de más de cinco años de bloqueo. Un acuerdo tutelado por la Comisión Europea, que no solo desbloquea la renovación, sino que incluye un compromiso para reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial y reforzar la independencia judicial y fiscal.
Pero no sería honesto presentar este avance como una solución definitiva. La propia Comisión Europea ha repetido que “no es el final de la historia” y que España sigue necesitando una reforma profunda del sistema de elección de los vocales. Bruselas, con un tono más diplomático que duro, ha dejado claro que el problema estructural persiste: el poder político sigue eligiendo a quienes gobiernan a los jueces. Y mientras eso siga así, la separación real de poderes —más allá de las formalidades— seguirá siendo objeto de duda.
La reciente condena al Fiscal General del Estado se produce precisamente en este clima. Y no puedo evitar percibir una tensión que trasciende el caso concreto: ¿es una decisión estrictamente jurídica o está influida por el clima político polarizado que sufre el país? Yo no tengo la respuesta, porque no soy jurista. Pero sí tengo derecho a formular la pregunta, porque soy ciudadano. Al mirar fuera de nuestras fronteras, la inquietud crece. La comparación con otros países europeos ayuda a entender por qué nuestra situación sigue generando preocupación. Alemania combina participación parlamentaria con un elevado control interno de la propia judicatura, lo que reduce drásticamente la influencia partidista en los nombramientos. Francia, tras sus reformas de los años noventa y 2008, configuró un Consejo Superior de la Magistratura donde la política juega un papel claramente secundario y los jueces conservan capacidad efectiva de autogobierno. Italia, por su parte, mantiene desde 1948 un sistema en el que dos tercios del órgano que gobierna a los jueces están formado por jueces elegidos por jueces, un modelo citado en toda Europa como referencia para garantizar independencia real. Estos sistemas no son perfectos, pero muestran algo evidente: en las democracias avanzadas, la gestión de la carrera judicial no depende del reparto de poder entre partidos, como sigue ocurriendo en España. Incluso en Estados Unidos, donde la elección de jueces del Tribunal Supremo es un proceso abiertamente político, existe una tradición de contrapesos institucionales que limita el control partidista. No es un modelo perfecto, pero sí un recordatorio de que la independencia judicial no es una abstracción: es un pilar funcional de la democracia.
España, en cambio, lleva demasiado tiempo atrapada entre lo que dice la ley y lo que percibe la ciudadanía. Y cuando la percepción se erosiona, el daño es real. Lo que más me preocupa de la sentencia no es su contenido, sino el mensaje que transmite: la Justicia sigue siendo un campo donde los ciudadanos comunes no logramos distinguir entre lo jurídico y lo político. Y sin confianza, no hay justicia.
Quizá por eso, más allá de nombres propios y de coyunturas partidistas, lo que necesitamos con urgencia no es una renovación pactada en Bruselas —que es positiva y necesaria— sino una reforma profunda, estable, con visión de Estado, que coloque definitivamente a jueces y fiscales fuera del tablero político. Una reforma que deje de convertir cada resolución relevante en una batalla interpretativa entre bloques ideológicos.
Yo no soy jurista. Pero sé reconocer cuándo una estructura institucional necesita reformas de calado, no acuerdos temporales. Sé, como cualquier ciudadano, que una democracia madura no puede permitirse una Justicia que parezca influida. Y sé, por último, que mientras los profesionales del periodismo sigan teniendo que elegir entre cumplir la ley o defender su deontología ante tribunales que no siempre los comprenden, seguiremos caminando por un terreno demasiado resbaladizo.
Como ciudadano, no pido milagros jurídicos. Pido algo más sencillo: que la Justicia nos inspire confianza, no dudas.