VALÈNCIA. Hay historias, novelas, cómics, etc... que llevan muchos años de maduración. Chartwell Manor (La Cúpula, 2022), de Glenn Head, tardó en estar listo aproximadamente cincuenta años. Es un caso parecido al clásico Fun House (Reservoir Books, 2008) de Alison Bechdel. Esta mujer contó la historia de su familia, el cómo fue dándose cuenta poco a poco, por pequeños detalles, por cosas que descubría, de que su padre era homosexual. Hace falta toda una vida para escribir algo así. En el caso de Head, no se trataba de una tragedia individual, de una persona que había vivido una mentira, sino de alguien que había sido agredido: él mismo. En Chartwell Manor cuenta cómo sufrió abusos sexuales en un internado y cómo lidió con ello el resto de su vida hasta que logró sacarlo y contarlo.
En la tapa viene la opinión de Robert Crumb sobre esta novela gráfica. Dice que es una "obra maestra". Es difícil acotar qué es semejante cosa, hablamos de un término muy sobado y demasiado empleado, pero sí que podemos decir que es una narración perfecta, redonda. Es fácil empatizar con los sentimientos del chaval protagonista, que es el autor, y la relación con sus padres.
Sus padres eran del medio oeste. Gente que había salido adelante por sí misma. Tenían tres hijas y un varón. El chico, al que le encantaba dibujar, era distraído en clase y odiaba las matemáticas, un arquetipo. Eso representaba un problema para sus padres, que eran de otra época. El retrato que se hace de ellos me parece especialmente interesante y profundo. No son buenos comunicándose, han salido adelante y tienen dinero, pero eso no les da todas las herramientas para desenvolverse en la vida. Me parece conmovedor, aunque a lo que inspiren es a sentir odio por ellos al enviar, sin miramientos, a su hijo a un internado para que saque buenas notas de una vez.
Dentro del internado tenemos una historia surrealista, pero no es extraño en casos de pederastia que se den estos escenarios. Como para no recordar el documental Capturing the Friedmans. El director del suyo, Terrence Lynch, llevaba con los internos una relación excesivamente paternalista, delirante incluso. Se metía en sus camas por las noches para contarles historias de la II Guerra Mundial y les sometía a una serie de castigos corporales por nimiedades.
En realidad, cuando se introducía entre sus sábanas era para masturbarlos; cuando les daba azotes, era o bien sujetándolos con la mano por los genitales o acariciándolos entre medias. Luego les insistía en que les quería mucho, que lo estaban haciendo muy bien. Comportamiento prototípico de un pederasta que maneja las relaciones de poder desde la desigualdad que le confiere tanto la autoridad como que los otros son menores y no han desarrollado su personalidad. El alumno más viejo ahí dentro tenía 16 años y, precisamente, Lynch le tenía machacada la autoestima a base de insultarle delante de los demás, de recordarle que era imbécil.
Como las masturbaciones y los tocamientos estaban tan institucionalizados, también se extendían entre el comportamiento de los alumnos, cuenta el autor. Por imitación, luego los chicos iban a buscar a otro chaval que estaba bordeando la discapacidad intelectual para que les hiciera sexo oral en un sótano a uno detrás de otro.
Hasta ahí, todo lo que sucedió dentro. Hay unas escenas que se omiten en las que Lynch se ceba con el protagonista. Se deja entrever que le está azotando durante horas y no sabemos si algo más. Después de eso, pudo ver que en una cama del director había un niño extenuado. Años después, lograría hablar con él. Porque el grueso de esta novela gráfica es sobre las consecuencias de esa experiencia.
Head fue alcohólico durante diez años y sufrió cierta adicción al sexo, tenía un consumo compulsivo de pornografía que le llevaba a clubes de striptease y a contratar servicios de prostitutas. Esos rasgos del carácter pudieron ser por esa experiencia adolescente o no, pero cuando va encontrándose con otros ex alumnos, la situación no es muy diferente. Traficantes, drogadictos, alcohólicos, etc... es la tónica general. Mención especial para ese chico que vio en la cama. Es el caso más impactante. Se encuentran para tomar una cerveza y cuenta que él en realidad se lo pasó muy bien en aquellos años, que estaba muy contento con Lynch, y que a veces también le contaba historias a sus propios hijos como hacía él... Momento en el que el protagonista se escandaliza porque no sabe si se está refiriendo a prácticas sexuales.
En el último tramo, asistimos a la aceptación y redención de toda esta mochila por parte del narrador. En su conjunto, es una experiencia alucinante leer todo esto desde dentro de la mente del protagonista. Se nota mucho que es algo que se ha rumiado durante años, porque las situaciones están explicadas con una carga emocional muy elevada. Todos los recuerdos se ve que están meditados y explicados en la cabeza del autor, que se tuvo que pasar años dándoles vueltas y vueltas hasta que pudo entenderlos y, luego, en estado de rabia, aceptarlos. La parte de no querer recordar es quizá la más compleja de todo el cómic. Los sentimientos contradictorios, el hacer como que la vida es normal, pero llevar dentro algo que quiere que salga, pero no se atreve a hacerlo, y lo intenta una y otra vez sin éxito, desistiendo una y otra vez. Es el momento de los cortocircuitos, cuando esa máquina llamada cerebro empieza a dejar de funcionar.
Obra maestra o no, lo que son estas páginas es una narración magistral. No se da viñeta sin hilo. La intensidad empieza muy pronto y no abandona al lector hasta mucho después del final, porque en esta novela gráfica no se deja de pensar una vez acabada. El dibujo, por su parte, es rico en tramas y fondos negros. Es el prototípico del cómic underground estadounidense o norteamericano que tanto adoramos en esta columna. Un must, en definitiva.