ALICANTE. Apenas unas semanas antes de hacerse pública la concesión del Gran Premio Cómic Barcelona, comenzaba una extensa conversación con Daniel Torres asegurándole que dudaba entre optar por el modo fan o por el modo profesional, a la hora de encarar aquella entrevista, que aún se encuentra en proceso de transcripción, pero que en breve saldrá a la luz. Fui sincero y él también lo fue: “si te pones en modo profesional, no podrás ponerte en modo fan, los dos a la vez no creo que puedas”. Fui profesional y conseguí que el fan asomara la cabeza solo en momentos puntuales. Así que, habiendo cumplido entonces el cometido, creo que me puedo permitir en este artículo absolutamente subjetivo que da comienzo a una serie de lecturas comiqueras veraniegas, reconocer que los juicios y consideraciones que aquí se verterán provienen de un fan irredento de la obra del autor valenciano, nacido en Cofrentes en el año 1958.
El verano, también conocido como período vacacional, aunque no necesariamente sea así para todo el mundo, es un período dado tanto al diletantismo —picar un poco de aquí y un poco de allá—, como al integralismo —zamparse de pe a pa la obra de un autor o autora, de un género estimado, de un estilo que nos fascina—. En el caso del cómic, no es fácil trasegar por aviones, trenes o maleteros angostos, con maletas pesadísimas a causa de la tinta, el papel de calidad, las encuadernaciones de tapa dura y el tamaño considerable de las ediciones tebeísticas. Se aconseja, por tanto, guardar el placer de poner uno detrás de otro los volúmenes de la obra magna que se quiere visitar, en un lugar visible del espacio más tranquilo que vayamos a habitar durante la canícula.
Daniel Torres condensó el grueso de su primera etapa tebeística entre los años 1980 y 1992, año arriba, año abajo, sobre todo en sus inicios, ya que algún trasunto del pícaro pájaro antropomorfo Claudio Cueco apareció anteriormente, en la etapa fanzinera de finales de los 70. El tiempo pasado entre el año olímpico y la actualidad lo ha pasado Torres alejándose primero del Mediterráneo, en lo físico, aunque no del todo en lo emocional, y creando una obra diversa y no siempre accesible al gran público —la mayoría de su trabajo como ilustrador y pintor—, pero que mantiene en su esencia un elemento crítico común a aquella Escuela Valenciana de línea clara que en los 80 del siglo XX entró con méritos propios en los manuales de historia de la historieta, si estos existieran.
La serie Opium, la saga de Roco Vargas con la coda del detective Archi Cúper, y La casa, esa obra “tocho” para las ociosas tardes estivales, al nivel de otras recientes obras verborreicas en el mundo de la literatura, como las de Thomas Pynchon o Mircea Cartarescu, por lo que de ella no hablaremos más y la dejaremos, con todo su peso, en las manos y los ojos de lectores y lectoras.
No hay nada como un buen 'malo' para disfrutar de las aventuras de nuestro héroe favorito. Si le damos la vuelta a la historia y los protagonistas son el malo y sus secuaces, ante unos cándidos e ingenuos héroe y heroína, la cosa se pone aún más interesante. En 1983 se produjo la primera aparición, en la colección Las aventuras de Cairo, de Opium, un tipo en frac de gigantes hombreras y fajín encarnado, que parecía salido de la calenturienta mente de Sax Rohmer y su Fu Manchú. La reinterpretación del peligro amarillo, en un juego de planos narrativos en los que el propio autor se implicaba como personaje que narra y dibuja, “comiencen a pasar a tinta las páginas que yo vaya dibujando. El que no me haga la línea clara, se queda sin postre”, es un dechado de lo que actualmente se considera políticamente incorrecto, si es que se tiene un grave problema de comprensión lectora, y hasta aquí puedo explicar.
En 1984 apareció por primera vez Armando Mistral, dueño del Mongo, un local de fiesta con ecos de la Malvarrosa, y escritor de ciencia ficción, con hechuras de galán hollywoodiense de la edad dorada, muy leído en los cuentos de Kipling y las intrigas de Christie, que escondía tras sus gafas al héroe de la aviación transplanetaria Roco Vargas. Las gafas/máscara como homenaje al héroe de los héroes Superman y su trasunto Clark Kent, y las catástrofes climáticas producidas por la humanidad como el McGuffin de gran parte de esta generación de historietistas, de la misma manera que lo habían sido para algunos de los autores seminales de la línea clara aventurera, con E. P. Jacobs a la cabeza. A Tritón, publicada ese 1984, le siguieron El misterio de Susurro, en 1985, Saxxon, en 1986, y la coda de esta trilogía, en una condensación de estilo en forma de flashback, La Estrella Lejana, en 1987.
Con un pie tímidamente sobre el siglo XXI, una cifra de connotaciones sci-fi no hace mucho, Daniel Torres se deslizó en la madurez del personaje con El bosque oscuro (2000), El juego de los dioses (2004), Paseando con monstruos (2005), La balada de Dry Martini (2006), y el muy crepuscular y, una vez más, de gran carga de reivindicación medioambiental Júpiter (2017).
El pasado 2021 nos regaló una maravilla gráfica en forma de álbum metamagazine que recuperaba en un rol protagónico, que diría un buen crítico de culebrones, al detective con cara de Robert Mitchum, Archi Cúper, aparecido y desaparecido en el lejano 1985 de El misterio de Susurro, con El futuro que no fue. Y es que una de las características principales del universo narrativo de Torres es la presencia de un gran número de “actores y actrices de reparto”, secundarios en la antigua terminología de los premios Oscar. En aquel cine clásico, unos secundarios de lujo garantizaban una gran película, en las space opera de Torres -repito la clasificación canónica sin demasiado convencimiento-, los secundarios de lujo garantizan grandes cómics.
A divertirse, que esto va de aventuras.