VALÈNCIA. A nadie se le escapa a estas alturas que la palabra democracia está muy manoseada. Hasta hace bien poco, la lucha era que se entendiese que la democracia era, a efectos prácticos y reales, sus procedimientos, no abstracciones. Luego se pasó a deslegitimar los procedimientos con el fin de imponer la ley del más fuerte. Y ahora, ni siquiera hace falta forzar la máquina. Basta con inventarse interpretaciones en una realidad paralela que carecen de fundamento, como la figura de "el ganador" de las elecciones, no se sabe con qué fin exactamente, porque la aritmética no se puede desafiar con palabras, pero la incertidumbre sí. Mete realmente miedo.
Esta situación me ha llevado a sacar un cómic que llevaba unos años en la estantería. Democracia, de Alecos Papadatos, Annie Di Donna y Abraham Kawa, publicado en España por Alianza Editorial en 2016. Una historia situada en Atenas en el 490 a. C. en la que, a través de la peripecia de su protagonista, Leandro, conocemos cómo se fue engendrando este sistema político entre luchas intestinas y revoluciones contra los tiranos.
Lo bueno de esta novela gráfica es que no tenía una vocación plenamente didáctica de explicar los hechos históricos como un libro de texto, mal bastante extendido en el mundo de la viñeta. Iba más allá y, al introducirnos en la experiencia de un ateniense cuyas desgracias tienen como telón de fondo los acontecimientos políticos, hacía que estos fuesen mucho más comprensibles, fáciles de interiorizar y, sobre todo, más interesantes.
Hay muchos detalles que me encantaron en estas páginas. Primero, el uso del lenguaje como arma, un enfoque orwelliano. Por ejemplo, cuando los tiranos se hacen llamar a sí mismos "Primer magistrado". En el país de la "democracia orgánica" de Franco sabemos de qué va ese rollo.
Lo llaman pragmatismo, pero tiene mucho de populismo contemporáneo. Cuando habla de Pisístrato, un general que patrimonializó el Estado a su favor, pero al mismo tiempo era generoso y compartía con la aristocracia, que así estaba tranquila, y protegía a los más pobres y desamparados, que le seguían.
Sobre la sociedad del espectáculo. Cuando dos atenienses comentan la afición obsesiva de sus conciudadanos por las obras de teatro, dice uno "somos adictos a las máscaras y a las representaciones, estamos tan acostumbrados a elogiar las farsas que ni siquiera las percibimos en los asuntos de Estado". Por amor de dios, esa frase trasciende el propio pensamiento de Guy Debord.
La restauración del pasado edénico. Este concepto, que motiva a todos los movimientos políticos de repliegue reaccionario, los nacionalismo en particular, resumido en la frase de un ateniense que está ya quemado de lo que ve: "Cómo confiar en hombres que prefieren hablar de los presagios pasados y no de los impuestos de hoy".