VALÈNCIA. La palabra (curiosamente para hablar de la incomunicación) siempre ha estado presente en la obra de Ryûsuke Hamaguchi, incluso muchas veces por encima de la imagen, aunque esta sea el complemento perfecto para darle un profundo sentido a través de la pureza formal y la sensibilidad más exquisita con la que el director compone cada uno de sus planos.
Drive My Car se abre precisamente con un relato, el que le hace Oto (Reika Kirishima) a su marido, Yûsuke (Hidetoshi Nishijima) después de hacer el amor, momento en el que se despierta su inspiración a la hora de inventar historias. Al día siguiente, Yûsuke se encarga de contarle a su esposa los detalles del cuento, porque ella es incapaz de recordarlo, como si hubiera estado en trance. A cambio, Oto le grababa en un casete las obras que su marido está preparando, ya que es director y actor de teatro. Su relación, después de la muerte de su hija, se ha mantenido gracias a estos intercambios de palabras, de textos, de lecturas y de voces registradas en magnetófonos. En este prólogo, el director, que también es autor del guion, funde dos de los relatos de Haruki Murakami contenidos en su libro Hombres sin mujeres (editado por Tusquets). Uno es el mismo que da nombre a la propia película, otro se titula Sherezade, como la narradora de Las mil y una noches y que corresponde a la figura de Oto, convertida casi en un ente abstracto.
Son muchas las perspectivas desde la que se puede abordar esta personalísima traslación del universo de Murakami a la pantalla. Desde el primer momento, Hamaguchi quiso que la película fuera un compendio de sus relatos y que pudiera abordarlos de forma muy libre. Por supuesto, encontramos la melancolía congénita que caracteriza al escritor japonés, así como algunos de sus temas fundamentales, el vacío, la pérdida, el recuerdo y la soledad. Sin embargo, Hamaguchi se aleja del pesimismo y aborda desde una profundidad casi luminosa estos aspectos. Cada uno de los personajes se encuentra atrapado en su propia burbuja, pero a través de las mínimas relaciones que se establecen entre ellos, irá brotando el milagro de la mutua comprensión.
Después de un proemio de cuarenta minutos y la aparición de los títulos de crédito, la película acompaña a Yûsuke, tras la pérdida de su esposa, a un trabajo en Hiroshima donde tendrá que montar Tío Vania, a la que aportará su toque como director teatral: la diversidad lingüística del reparto.
Allí tendrá que renunciar a una de sus grandes necesidades vitales, conducir su propio coche, pues a partir de ese momento, estará obligado por la compañía a tener un chófer, en concreto una joven extremadamente prudente y silenciosa llamada Misaki (Tôko Miura), de la que prácticamente no sabremos nada. Entre ellos se establecerá una curiosa relación. Durante los trayectos, Yûsuke escuchará la cinta que le había grabado Oto antes de fallecer, de forma que Chéjov rellenará sus silencios y servirá para unir a ambos dentro de ese espacio reducido que es el interior del coche en el que el texto de Tío Vania adquirirá un nuevo sentido.
Resulta verdaderamente magistral la manera en la que Hamaguchi imbrica los fragmentos de la obra con lo que va sintiendo el propio protagonista a lo largo de esa estancia en Hiroshima. El reencuentro con el amante de su mujer, los ensayos y la progresiva familiaridad que irá estableciendo con Misaki, otro ser herido por la vida que ha aprendido a mantenerse a salvo gracias a una coraza que poco a poco se irá disolviendo para que podamos acceder a su interior herido.
Todos los personajes hablarán, además de verbalmente, de forma muda con sus fantasmas, con sus recuerdos, con las personas que ya no están con ellos. Por eso, resulta tan simbólico que una actriz se encargue de recitar el texto de Chéjov en silencio y a través del lenguaje de signos, convirtiendo ese momento en uno de los más hermosos del cine reciente en el tramo final de la película.
Es Hamaguchi un director delicadísimo, transparente, generoso, capaz de hablar de emociones complejísimas de una manera tan sencilla que encoge por dentro. Y eso se nota en el dispositivo sobre el que compone Drive My Car, en el que se superponen multiplicidad de capas sin que seamos capaz de percibirlas porque todo fluye en la dirección adecuada, de forma tan orgánica como imperceptible. Los personajes de la película se convertirán en un trasunto de los de la obra de Chéjov, irán abrazando la culpa, el miedo, la vergüenza, al mismo tiempo que la frontera entre la realidad y la ficción se diluye para abrazar un estado de máxima pureza. Un verdadero prodigio.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres