En 1895, Stephen Crane publicó El rojo emblema del valor, una novela militarista sobre unos jóvenes que acuden a la Guerra Civil estadounidense. La obra tenía el típico nacionalismo estadounidense y su épica del héroe. Era uno de los libros favoritos de Hemingway, por ejemplo. Sin embargo, en 2016, Jouvray y Efa la tomaron para reescribirla en viñetas. El resultado, daba la vuelta a la idea original. Del joven que se convierte en un soldado valeroso, aquí sale un escéptico
VALÈNCIA. Se acaba de cumplir un año de la agresión criminal contra Ucrania, que había comenzado en la década anterior, pero en 2022 se desató ya sin hombrecillos verdes ni colaboracionistas interpuestos. Hace un año se nos advertía de que no sucedería, de que quien sospechase que Rusia iba a invadir Ucrania a pesar de los hechos era porque no tenía ni idea, no estaba informado. Muchos se mofaban. Luego se produjo la invasión y se cargaron las tintas contra el estado ucraniano por defenderse. Su legítima defensa, mucho cuidado con ella, que podría ser un baño de sangre.
Una masacre que iba a durar tres días, pero resultó que el ejército ucraniano planteó una defensa inteligente y logró rechazar al invasor en Kiev. La guerra de tres días ha acabado con un millón de rusos escapando de su país para no ir a morir a Ucrania. Están cayendo centenares de rusos para cada palmo que dicen conquistar las tropas de Putin. Ahora, con el disfraz del pacifismo, hay esfuerzos coordinados bajo consignas para promover una negociación que consolide las conquistas militares rusas, el Este de Ucrania y un corredor que llega hasta Crimea. Hay prisa y nerviosismo, porque el contraataque ruso ha sido un fiasco y, cuando Ucrania se arme y contraataque, tiene pinta de que podría ser como el verano pasado.
De todos los escenarios espantosos de esta guerra, si hay uno que me llama la atención es el de los soldados. Los rusos, mercenarios, presidiarios y ultraderechistas aparte, son reclutados en las regiones más pobres y enviados a defender los intereses de la mafia criminal que tiene secuestrado su país, pues no son los intereses rusos los que están en juego. En el otro lado, los soldados ucranianos. Vidas truncadas, muchas perdidas, algunas rotas, para defender a su país... y a Finlandia, Polonia, Moldavia, etc, etc...
Si hubiera que remitir a un autor en el mundo del cómic que ha tratado todo ese absurdo, ese es sin duda Tardí. Hace justo año, fue a él a quien recordamos un día antes del inicio de la contienda. El autor dedicó su vida a reconstruir, entender y narrar el infierno de la guerra de trincheras. Como le pasó a tantos europeos conscientes con perspectiva de lo que ocurrió en los años 10 del siglo pasado, es difícil leer su obra completa y no optar por una visión ácrata o anarquista. Tener claro que, si te ves en una de esas, serías desertor y adiós muy buenas.
Hoy preferiría completar con el análisis de la mente del combatiente que hizo Oliver Jouvray con dibujos de Ricard Efa en El soldado, publicado en España por Norma en 2016. Si hay algo que me fascina en sus páginas es el dibujo de Efa, unas acuarelas que nos llevan a las corrientes artísticas de segunda mitad del siglo XIX. Es ahí donde se sitúa la obra, en la Guerra Civil estadounidense, y también en un libro, El rojo emblema del valor, de Stephen Crane, publicado en 1895, y uno de los favoritos de Hemingway. Se trata de una historia plenamente militarista, un elogio del valor en el campo de batalla, pero Jouvray hace en su guión para estas viñetas una lectura libre. Bucea en la psique de los chavales de la novela con una visión menos encorsetada por la gloria militar y esas propagandas.
El detalle humano aparece cuando Henry no puede dormir al raso, tiene pesadillas. Se le aparecen soldados enemigos muertos. Cuando se despierta, tiene que separarse del resto de los hombres y, a escondidas, vomitar en un árbol. Acto seguido, carga su fusil. Se oyen disparos en la lejanía y no se atreve a no estar listo.
Cuando por fin entra en combate, Henry no se atreve a disparar. Vuelve a ver a los muertos vivientes de sus pesadillas. Huye de la trinchera y se oculta en el bosque. Después de la batalla, se encuentra con un compañero mayor que él que le escupe sangrando las palabras: "qué estúpido fui al pensar que todo esto tenía sentido, Henry, no hay honor alguno en estar aquí, solo mierda y... dolor... miedo y sufrimiento".
En la película Johnny cogió su fusil, si algo me estremeció, fueron los recuerdos familiares del soldado antes de la guerra, como le obsesionaban. Aquí se presentan flashbacks similares. En este caso son menos sutiles, el protagonista le dice a sus padres que quiere ir al campo de batalla a probar lo que vale. Luego, cuando está en las líneas enemigas, las visiones, alucinaciones fruto del miedo, le paralizan.
A la hora de la verdad, sin embargo, consigue luchar, pero ya no es lo mismo. Entiende que se trata de supervivencia. Cuando ve los cadáveres del enemigo o a algunos agonizando, entiende que ha estado luchando contra jóvenes igual de aterrorizados que él. Jouvray quiso mostrar con la evolución del personaje cómo se pasa del pánico individual, del miedo paralizante a la guerra, a la capacidad para convertirnos en máquinas de matar cuando actuamos en grupo. Como explica además en un epílogo, ahí es fácil, rodeado de otros no hay que pensar, se trata tan solo de actuar.
Como resultado, a la obra original, que replicaba el tradicional nacionalismo estadounidense, con su épica del héroe tantas veces difundida, se le da la vuelta y se obtiene la película de terror que es una guerra. En este caso, con cierta tortura china. Las acuarelas muestran campos preciosos, en los que esperaba el horror. El ejercicio de reescritura me pareció brillante y sumamente útil. Especialmente hoy, que son tan frecuentes las miradas acríticas y simplonas al pasado. No menos estúpidas que las que se le echan al presente.