En el mundo actual sustentado por el cinismo intentamos darle la vuelta a todo, señalar las dobleces de los otros. No reparamos en que a veces es todo más sencillo de lo que parece, que esa complejidad que usamos como vara de medir lo que sucede, no sirve para todos los hechos que acontecen en la realidad. El ser humano responde a los mismos instintos básicos a los que reaccionan todos los animales, necesitamos sentir el afecto de los nuestros y buscamos sobrevivir hasta las últimas consecuencias. El panorama político actual se explica a la perfección conociendo esa perspectiva antropológica, intuyendo los sentimientos íntimos de los dirigentes.
Carlos Puigdmont ha regresado a la palestra mediática, tras unos años recluido en Waterloo y erigido como talismán independentista ha vuelto a ser el hombre de moda. El chantaje de Junts ha propiciado la resurrección de un mito al que alaban los secesionistas más convencidos. Esperan que termine lo que empezó, que haga realidad esa República catalana. Mucho me temo que les va a decepcionar, será otro tótem caído. Un ejemplo más de que uno no se debe fiar de un político; empezando porque en la mayoría de los casos, cuando pones las expectativas muy altas, te terminas llevando un chasco. Si el susodicho ha hecho caso omiso a las presiones catalanistas para que bloquee un gobierno de Pedro Sánchez, es porque la independencia no es ahora una de sus prioridades. A Puigdemont lo que más le interesa en estos momentos no es ser el rey de una monarquía de los países catalanes, sino volver a casa. Un sentimiento lícito y que seguramente tendríamos todos de estar en su situación. Estos fanáticos que le instan a no moverse de sus posiciones y forzar la máquina lo hacen dominados por la comodidad propia del activista de salón; es muy fácil ser revolucionario cuando duermes cada noche con tu pareja y te acomodas en un mullido sofá mientras te autoconvences de tus teorías vanguardistas.
Habrá quien diga eso de que ya le hubiese gustado a él estar en una mansión como en la que vive el fugado, pero estoy por apostar a que esa pompa explotará cuando te digan que tu amante será la soledad iluminadora. En cuanto los malos espíritus empiecen a acechar sentirás la necesidad de acurrucarte al lado de alguien que te quiera. Detrás de esos acercamientos de los bruselenses catalanoparlantes a Yolanda Díaz no hay más que una exhalación del último aliento de aquellos que quieren recuperar su vida; por muchas comodidades que tengan en Bélgica su hogar está en Cataluña.
Si los de Vox están haciéndose los remolones con el PP en algunos ayuntamientos rechazando incluso cosas que en otras circunstancias respaldarían, es precisamente porque están siendo presos de sus necesidades básicas más íntimas: la sed de poder. Ya dije en una ocasión que la no inclusión de los concejales conservadores en algunos gobiernos municipales había despertado del sueño a los que ya se veían ocupando vicealcaldías a la vera del Partido Popular.
Sus ansias de relevancia frustradas por sus hipotéticos socios despertaron en ellos el celo propio del amor no correspondido, que despechado, ve como el deseo inicial se transforma en odio cargado de resentimiento. No me sorprenden las rebeldías de aquellos que se veían pisando moquetas y al final han terminado defenestrados en un despacho compartido en la oposición; no cesarán las hostilidades hasta que como en Valencia, terminen ejerciendo de escuderos oficiales del gobierno de turno. Anhelos instintivos propios de las necesidades fisiológicas del ser humano, ganar más dinero que un simple edil y aprovechar la influencia que ostenta todo concejal con competencias ejecutivas. A nadie le amarga el dulce de las mieles del poder.
Cegados por las pasiones están perdiendo la perspectiva de su misión, rehenes de las apetencias no llegarán a la meta de la carrera que iniciaron. Carles Puigdemont corre el riesgo de quemarse como líder secesionista al renunciar a la independencia a corto plazo, renegará de su legado construido por el calor del hogar. Vox ha iniciado su proceso de autodestrucción porque está más pendiente de coger un trozo del pastel que de conseguir sus objetivos políticos; todo el que opta por ser el socio minoritario de un gobierno del PP se ve evocado a la irrelevancia en la siguiente legislatura. Desertan de la misión para la que estaban llamados por una causa mayor, actúan bajo el influjo de los instintos primitivos: sentirse parte de una comunidad familiar y tener víveres para el invierno.