¿Existe una política económica óptima? ¿Qué decisiones colectivas son las mejores para todos, entre todas las posibles? Son preguntas que no pueden contestarse. La curiosa naturaleza de la economía política responde a unos condicionantes que hacen que las respuestas sean tan variadas como indemostrables.
Suponiendo que conocemos la realidad, que ya es suponer, tenemos primero el filtro personal, el de las expectativas y experiencia de cada uno, que nos inclinan más por unas medidas que por otras. Luego existe el filtro de los grupos sociales y culturales a los que pertenecemos y, finalmente, está el filtro partidista, que elige las políticas finalistas alineadas con sus programas y en función de intereses a corto plazo. O de servidumbres inconfesables, quién sabe.
Hace poco visitó España Finn Kydland, profesor de varias universidades americanas y europeas y miembro de diversas instituciones de investigación económica, alguna española. Sus trabajos para contestar las preguntas que inician este artículo son los que le valieron el reconocimiento del Banco de Suecia, que le otorgó el Nobel de Economía, en 2004, junto a Edward Prescott.
Kydland establece que son las expectativas de los inversores las que hacen fuerte o vulnerable a una economía concreta. Una economía con incertidumbres atrae poco capital y más inversores volátiles y especulativos, mientras otra sólida y predecible convoca más y mejor capital e inversores estables y productivos.
Da lo mismo que el gobierno sea de izquierdas o de derechas, con tal de que las grandes decisiones que afectan al futuro económico favorezcan la inversión, al reducir la incertidumbre en el marco fiscal, monetario y legislativo. A esta condición necesaria la denominó consistencia temporal.
"Una economía con incertidumbres atrae poco capital y más inversores volátiles y especulativos, mientras otra sólida convoca mejor capital e inversores estables y productivos"
Además de esta, Kydland cree que la innovación tecnológica es la variable más importante a la hora de garantizar el progreso económico, por encima de cualquier otra, ya que las innovaciones condicionan la productividad, y esta, el crecimiento sostenido y la riqueza.
Para garantizar estas condiciones de estabilidad y progreso, Kydland propone instituciones sólidas e independientes que contribuyan a la consistencia a largo plazo como, por ejemplo, los bancos centrales. Y de paso pone a su país como prueba de buen hacer, donde la riqueza del petróleo se decidió que fuera propiedad de todos los ciudadanos noruegos.
Pero que los beneficios del petróleo noruego se reviertan a los ciudadanos, y no al capital privado, no es una decisión técnica sino ideológica y democrática. Y ahí es donde aparece Keneth Arrow, otro premio Nobel de Economía y uno de los más destacados economistas del siglo XX, con su conocido teorema que postula que dadas varias opciones, es imposible determinar un orden de preferencia social que satisfaga a todos los agentes decisores. Así que volvemos a la casilla de salida.
Antes y después de unas elecciones, debemos saber que las propuestas políticas que añadan incertidumbre o cuestionen la ciencia y la innovación tecnológica ponen en peligro nuestro futuro, como también las que no piensen en términos globales y de economía sostenible, recordando que no hay políticas asépticas óptimas, como sostiene de modo naif Mark Stevenson y su Liga de los Optimistas Pragmáticos.
Quizás la teoría de Kydland no sea redonda, pero acierta en señalar una buena dirección. Reconozcamos nuestro sesgo ideológico, la dependencia de nuestra cultura e intereses, pero aceptemos, al mismo tiempo, que es necesario establecer el firme y los límites de un camino colectivo que garantice el mejor mañana posible. Un reto difícil pero más que interesante.