Melocotones de Provenza que “saben tomarse el tiempo para madurar”. Son el genuino gusto del verano, reza el anuncio. La foto del hombre que los promociona en el súper promete mimo, escrúpulo, un diálogo tranquilo con sus abricots. Estamos en la Provenza francesa y me impresiona tanto que un melocotón sepa tomarse el tiempo y yo no, que empujo el carrito hasta la zona de la fruta y los miro de cerca, ¿cómo lo hace la fruta?, ¿qué misterio esconde para madurar despacio? Es un gran contraste con nosotros, los humanos, los mismos que hemos elegido este punto como reclamo comercial y hablamos por ellos, los abricots (a no ser que el señor de la foto oiga voces). Sabemos que el tiempo para madurar promete equilibrio, peso, voluptuosidad. La dosis justa de fructosa, sin impostura. Honestidad y tiempo. Debo llevármelos porque llegaron sin correr al clímax de su maduración: se han tomado su tiempo.
Sin embargo, hago un mohín y empujo el carrito hacia otra parte porque estoy hastiada de pistas falsas, de espejismos. Es agosto, estoy de vacaciones y he acabado en un súper: soy una turista fuera del carril. Una gastritis providencial de nuestra hija hace que la dejemos en el hotel y vengamos al epicentro del polígono industrial en vez de visitar el puente de Aviñón a cuarenta y cinco grados. Dos antígenos Covid (negativos). Jamón York y Actimeles. Vete tú, yo me quedo. No, vete tú, yo me quedo, hemos dicho casi al unísono mi marido y yo. No puedo con estas vacaciones de apretón, faltaba añadir, pero ninguno de los dos se ha atrevido a confesarlo en el forcejeo, así que hemos doblado el servicio de guardia y nos ocupamos felizmente del Primperán y los yogures mientras nuestros amigos resisten la expedición por Marte al borde del síncope vasovagal.
La Provenza que conoció Van Gogh debió de ser un sueño. Robledales, campos de lavanda y filas de viñas que prometen una vida ordenada. He querido transportarme a la retina del genial holandés, pero el calor me dejaba aplastada. Éramos un rebaño soñoliento, en trance. Su Noche Estrellada no existiría hoy si la hubiera tenido que pintar a más de treinta grados.
Pero quién necesita más pintores ni más poetas (en Arlés hay sendos centros de interpretación del pintor, a pesar de que se le vetó el acceso a la ciudad). A diferencia de estos melocotones tan sabios, nosotros venimos porque es agosto y porque la pandemia terminó pero no nos atrevemos aún con los aeropuertos. Se viene cuando se puede, se gasta mucho, se corre más. Con las olas de calor sucediéndose hasta perder la etimología, con retenciones y colas y grumos de turistas dejando residuos y sudor (o sea, con nosotros convertidos en residuo y sudor, y malas caras), aquellas vacaciones del siglo XX parecen una leyenda lejana.
El hombre de los melocotones tiene unos ojos castaños y profundos, me recuerda a mi marido cuando lo conocí. He pasado unos minutos mirándolo a él y a su fruta, su frase, su sonrisa. Tomarse el tiempo. Tomarlo como un abricot francés. Acariciar su pelusa transparente. Sentir cómo llega ese amor, ese apaciguamiento que emana el campo, creer en la promesa que contiene el eslogan, recordar que mi marido hizo una invitación parecida cuando se declaró (lo recuerdo así ahora, pero igual estoy haciendo literatura); nos tomaríamos el tiempo para madurar.
Ahora sé que ese tiempo iba a pasar con la violencia de un zarpazo y esa madurez no llegaría como un brote lento sino como una brutal constatación, muy lejos de la poesía que domina estos paisajes que inspiraron el posimpresionismo. Uno no se hincha y se dora bajo este sol tan civilizado, esta luz que fue tímida cuando Van Gogh y Gaugin pasaron por aquí, intentaron domesticarse, fracasaron. La prueba de nuestra barbarie es que cada verano volvemos a salir en estampida, desavanzamos, desesperamos. Parecemos un lince que dibuja círculos en su jaula del zoo. Se deben visitar el máximo de pueblos con encanto, de fortalezas, de restos arqueológicos. Se debe uno imaginar patricio romano por la mañana y monje cisterciense por la tarde. Cuando reunimos a los chicos en una sombra o en torno a una fuente de piedra, se mojan la nuca y las camisetas se les quedan pegadas antes de hundirse en sus móviles y viajar lejos de nosotros. Apenas protestan. Su imaginación está tan atascada como la nuestra. Los miro y lo sé.
Afortunadamente, siempre llega un día en que toca visitar un claustro gótico y se nos pide silencio, recogimiento, concentración. En la Abadía de Senanque, los carteles enseñan monigotes vestidos con shorts y tirantes que no están permitidos, nadie atiende los paneles informativos, todo el mundo ha ido al baño y no sabe ya qué hacer. Falta una hora para la visita guiada y nos sometemos a un ensayo forzoso de la espera monacal. El termómetro es una prueba de fe, arrastramos los pies por la gravilla del vestíbulo y bordeamos el muro gótico buscando distracciones y novedades, la lavanda está recién segada y nos niega el capricho de su contemplación. Hay una misa en la que se cuela Albert para bochorno de sus hijos y una librería católica en la que ojeamos recetas provenzales y una enciclopedia de la sexualidad cristiana. Pronto nos ofrecen una tablet con auriculares y somos bultos que atienden códigos QR repartidos por las estancias como si cazáramos Pokemons. Ya conocíamos la regla de San Benito (ora et labora) y los hábitos del Cister, pero me encanta que me los recuerden cada verano. Sala capitular, refectorio, iglesia, claustro. Antes de pelearme con mi tablet me he dedicado a absorber la luz que se derrama por las tallas de las columnas, a seguir los insectos que brillan como luciérnagas en el aire calcinado de agosto, a cerrar los ojos para que la fuente del patio me salude con su alegría indiferente; he sentido que escapaba de Matrix. Y he sabido cuáles son las vacaciones genuinas que necesitamos: un horario rígido, siete momentos al día para la oración, comer en silencio, dar las gracias, pedirse perdón los unos a los otros. Necesitamos un paisaje familiar, plano, libre de reclamos o distracciones: todo lo que favorezca la idea de que se empieza otra vez pero se empieza bien, como un abricot tomándose el tiempo.
Quizá sea por eso que pronto me invade una extraña plenitud empujando el carrito en este súper de la periferia. La plenitud de cuidar, de comprarle agua mineral a nuestra hija, de intuir dónde estará el jamón york o el agua en una gran superficie porque todas siguen la misma lógica, la que sabría de memoria un monje cisterciense buscando a dios por las galerías cubiertas de su claustro. De pronto hay paz y hay comunión entre nosotros porque hay una coartada de oro para quedarse en el hotel con la niña cuidando y leyendo y hablando apenas y en voz baja porque nadie ha dormido esta noche. Hay una misma cosa que hacer y es útil y no supone calarse un sombrerito ridículo ni absorber con desespero la sombra de los muros ni pelear en las rotondas por la ruta del google maps.
¿La vida del monje? ¡Eso es peor que una cárcel!, dicen los chavales con un mohín. Lo creen. Lo defenderán con uñas y dientes. No se tomarán el tiempo para madurar, sino que meterán cabeza en el futuro y lo morderán con rabia, lo consumirán a dentelladas como hicimos nosotros. Están ávidos de trabajo y de importancia y de la lista de premios que promete el credo social de este siglo, ¿quién puede hablarles ahora de que no son libres?, ¿cómo ilustrar para ellos el cepo que no ven, la violencia sinuosa que los sujetará a la orden del labora et labora?