VALÈNCIA. Desde prácticamente la primera página de su relato, en la voz de Kid Congo Powers está presente la sensación de vivir en un mundo al cual no pertenece. Para terminar de sentirse raro incluso dentro del colectivo marginal al que pertenece, el niño chicano rodeado de gente blanca pronto se da cuenta de que sus intereses sexuales no son los que se esperan de los varones. Sobre esos dos polos sobre se sostiene un delicioso libro de memorias, escrito con humor y sinceridad, que nos presenta a uno de los más importantes secundarios del rock hecho al margen de lo establecido durante los años ochenta y noventa. Antes de ser bautizado como si fuese un hechicero de vudú por los Cramps, el protagonista de Ese vicio delicioso era conocido simplemente como Brian Tristan, un chaval nacido en un barrio llamado La Puente, un topónimo burlón que ya desde el principio le hizo pensar que estaba destinado a ser tan discordante como el nombre de su barrio, un sustantivo masculino precedido por un artículo femenino. Vivió cerca de una fábrica de Mattel y jugó entre pedazos de muñecas descoyuntadas. Como no encajaba en el mundo que le había tocado vivir, en lugar de hacerse una foto con Santa Claus, se la hizo en las rodillas de Frankenstein. Cuando la primera chica con la que intentó tener algo más allá de la amistad intentó besarle, él se puso a bailar como un poseso una pieza de Archie Bell & The Drells. El rock & roll iba a ser la única vía de escape posible.
Ese vicio delicioso es una lectura amena e instructiva a la vez. Al no tratarse de una figura de primer orden, la historia de Kid Congo resulta cercana. Su desinterés por estar en primera fila es manifiesto desde el principio. Él solamente quiere estar, habitar ese refugio que va descubriendo a medida que se adentra en los misterios del rock. Los músicos que le subyugan no son los que copan las listas de venta sino los que suenan en la discoteca de Rodney Bingenheimer. Sparks, Bowie, New York Dolls y, finalmente, Ramones. A estos los descubre leyendo revistas de música que también promocionan a futuras promesas. Bastó ver una foto de Ramones para que su objetivo principal en la vida fuera poder escuchar su música. Ellos le muestran definitivamente el camino que le llevará a descubrir quién es. Al principio lo recorre organizando el club de fans de los neoyorquinos en Los Ángeles, motivo de orgullo que se ve reforzado cuando descubre que los Ramones le llaman El Honorable.
La historia de Congo está marcada por nombres de sobras conocidos. Los Cramps, Gun Club, Nick Cave & The Bad Seeds. Los tres son fundamentales en su evolución, pero en las páginas de estas memorias también hay lugar para personajes que triunfaron a su manera. Aunque aparezcan brevemente, es regocijante leer las experiencias del protagonista con gente como Tomata Du Plenty. Este último formó, junto a Gorilla Rose, The Screamers, que se movieron entre Nueva York y Los Ángeles. Fueron uno de los primeros grupos que intentó arrancar al punk de su rutina y, al igual que Devo, lo consiguieron acercándolo a los primeros teclados electrónicos. También aparecen Lance Loud y Kristian Hofman, ambos componentes de The Mumps, banda curtida en Nueva York que tampoco tuvo suerte. Loud había salido en el primer reality televisivo, American Family. Medio país se había atragantado cuando les confesó a sus padres que era gay. Estando al frente de los Mumps, se convirtió en un intérprete exuberante que hacía de su homosexualidad un elemento dramático más. Poco a poco, Congo se dio cuenta de que ni siquiera juntándose con aquella gente encajaba dentro de los arquetipos aplicables a alguien que se define como gay. Esa era su cruz y a la vez, su energía. Durante un viaje a Nueva York en 1977 se quedó unos días en casa de Lydia Lunch y ella le incitó a que cogiera la guitarra. Vio a los Cramps en el CBGB y quedó fascinado por ellos. Unos años después, Lux Interior y Poison Ivy le invitaron a unirse al grupo. Para entonces ya dominaba algo más la guitarra. Meses antes, en Los Ángeles, había fundado su propio grupo junto a un elemento imprevisible llamado Jeffrey Lee Pierce.
Las anécdotas que va desgranando Kid Congo en su libro van de lo deprimente a lo hilarante. El hecho de vivir en un mundo al que no se pertenece puede acabar costando caro. Congo encontró ayuda en la heroína y la heroína ya no le dejaría en paz durante años. Entra y sale de su vida mientras él se incorpora a proyectos musicales que siempre dirigen otros. Intenta enmendar el comportamiento autodestructivo de Jeffrey Lee Pierce pero se da cuenta de que es una tarea imposible. Y si estar con los Cramps era parecido a estar en una secta, estar en el grupo de Nick Cave fue como trabajar para un predicador. Pero Congo nunca tiene palabras hirientes para ninguno de sus excompañeros. Es elegante y mordaz, una actitud que se agradece en este tipo de obras. Las observaciones causticas nunca faltan. La comparación de Pierce con el coronel Kurtz de Apocalipsis Now, las observaciones sobre The Legendary Stardust Cowboy y, sobre todo, esa imagen de Siouxsie recorriendo Disneylandia con una minifalda de cuero, alertando a los guardias de seguridad. En su relato hay generosidad y también la necesidad de comprender a los demás para terminar de comprenderse a sí mismo. Con la muerte de Pierce concluye el libro. Las palabras que le dedica resumen el tono general de Ese vicio delicioso: “Era brutal y hermoso, teso y abrasivo. Cuando cantaba, podía pasar de improviso de las criaturas marinas y el coral azul a la violación y el asesinato. Abrazaba la oscuridad y perseguía la luz”.