Mi vieja siempre recalcaba lo de tener personalidad: "¡Hijo mío ten personalidad!". Desde muy pequeños, a mí y al resto de mis hermanos, mis padres nos impusieron sus tradiciones, viejas costumbres de heráldica que, con una rígida autoridad, nos hacían fichar cada año que pasaba en el calendario. Cuando los años maduran, siendo ya mayor de edad, uno elige subirse al tren que pasa. Ellos eran creyentes. Yo no.
Lo de alcanzar la libertad parental tenía más valor sentimental que real, porque, en la España que crecí con 18 tacos, o ibas selectivamente a la borregada o eras un cenutrio. Así de duro lo relato, por lo menos así lo amortigué. Mi experiencia personal.
Los que estudiaron Formación Profesional, aquellos cursos que el felipismo y sus correligionarios se apresuraron en mandar a la papelera de reciclaje de los ordenadores Amstrad, fue la segunda opción de la futura vida laboral de una generación que padecía de titulitis. Con el paso del tiempo, y siendo realista, ha ocupado el primer puesto.
Emanciparse en aquella España seatizada era equivalente más menos a planear la Luna. Que yo sepa solo lo han conseguido Tintín y Milú y han sido de cómic.
Crecí en las gradas del viejo Mestalla pasando la pubertad en el norte, y rozando la madurez en el sur. Mi piel se mantiene firme. Inerte. Ningún sello de tinta la rubrica. No he me retratado. Y he tenido ganas. Si algún día me atreviera, un brazalete en el antebrazo sellaría mi identidad firmado con tinta negra las siguientes iniciales AC 138.
Siempre que lo pienso, desisto, tengo miedo, no terror a ser igual que el resto, refiriéndome a que lo de tatuarme el cuerpo no está en mi cesta de la compra. Una adquisición que nunca imaginaria que los valencianos íbamos a materializar, y sobre todo a consolidar la víspera al 1-N, es la noche de la estupidez humana, o lo que es lo mismo: Halloween.
Recuerdo hace dos décadas pupular por calles, bares, pubs y salas de fiestas, y ver a algún espontáneo disfrazado, y con perdón ¡reírme de él! Aquellos zombis, por lo menos, se merecen todos mis respetos, siendo los primeros valientes en hacerlo. La pandemia festiva de este boomerang pandémico es inevitable.
No hay que culpar a nadie de este fenómeno impersonal en un tiempo en que el catolicismo ha sido superado y suplantado por el capitalismo. Netflix ha conquistado millones de hogares, yo por no tener no dispongo ni de televisión, y con este medio de entretenimiento ha sido más fácil conquistar la personalidad de miles de adolescentes que ven en esa noche terrorífica el poder emborracharse ataviados por un antifaz. Yo, personalmente, seguiré dándole calabazas a la noche de Halloween otro año más.