MURCIA. Cada día dura menos la actualidad. El presente es un tren de alta velocidad, una corriente en la que uno, hasta la cintura en ella —si no más—, clava los pies en el suelo, vence el cuerpo hacia adelante, y confía en no ser arrastrado. Hacemos lo que podemos. En semejante vorágine los restos del naufragio pasan como bólidos a nuestro alrededor. Querríamos rescatar del olvido de la desembocadura en el océano del olvido alguna cosa, pero es difícil. No es que no haya segundas oportunidades: a veces no hay ni primeras. La alternativa es subirse a un tejado y confiar en que el edificio aguante la embestida. En este caso, sin embargo, no hay posibilidad de avanzar: si se opta por subirse a la roca, hay que asumir el transformarse en una isla, verlo todo desde la distancia. Esto es así con todo: el concepto de novedad está perdiendo su ventaja. Novedad es sinónimo de efímero. Convertirse en clásico es hoy día una quimera. No hay tiempo para convertirse en clásico.
La corriente es demasiado fuerte, y arrasa con lo que sea que asome la cabeza en la riada que es el muro general de un medio o una red social —cada día más parecidos—. Esto no es malo necesariamente: quienes crean contenido lo crean para el ahora, y eso también implica cantidades ingentes de talento. Hay que saber captar el momento, interpretarlo, y generar valor en un instante. La ola es ya, y acto seguido llegarán otras. La realidad no se navega, se surfea cual onda monstruosa de Nazaré. Como en la playa portuguesa, el éxito se mide en récords. El vídeo más visto queda obsoleto en cuestión de varias intentonas. Las olas son cada vez más grandes de un modo directamente proporcional al número de personas que tienen un smartphone en la mano, conexión a internet, y la costumbre de pasar muchas horas de cara a la pantalla. No es malo per se. Es solo la última forma de ser.
Esta reflexión es en realidad producto de una conversación con un amigo, un artista, un pensador que responde al nombre de Flan —es importante atribuir—. Sea como sea, y centrándonos en lo que nos atañe: los libros son soltados en la corriente y en función de su punto de partida llegan justo a tiempo de coger la ola —en el mayor privilegio la ola es incluso creada para ellos, como en esas piscinas de olas artificiales—, o bien aparecen cuando la ola ha pasado, o incluso amerizan cuando esta está rompiendo y se hunden sin remedio en un revolcón que los reduce a jirones de papel. Las librerías, con toda la labor de salvamento marítimo que desarrollan quienes las regentan por vocación, ven de todo: futuros prometedores estrellados contra una roca tras una gran actuación, supervivientes a la deriva, ahogados.
Quien dedica parte de su vida a leer, y lo hace con un pie en la actualidad y otro en el pasado —también pasado reciente premaremoto social media—, encuentra sosiego en títulos que conocieron otras aguas, si no más tranquilas, más justas. Un ejemplo, un hallazgo: un ejemplar de los Libros de sangre (también Libros sangrientos) del maestro de la fantasía Clive Barker. A precio de saldo: tres euros en una pequeña librería de segunda mano de Abastos. En dicha antología de relatos, una obra magistral, se encuentra uno de los relatos más asombrosos de los que el afortunado saldonauta ha leído nunca: En las colinas, las ciudades es una historia folk horror que transcurre en el Este pero que un lector español siente inquietantemente familiar. La premisa, sin desvelar demasiado, es una tradición que implica dos poblaciones y una lucha antigua que adopta una forma espeluznante, digna de un cuadro de Goya. El relato no tiene tantos años, o quizás sí, según se mire. ¿Quedan tan lejos los ochenta? A una vida de la persona que se regocija de volver a tenerlo en sus manos.
La actualidad no permitiría que una historia de este calibre tuviese margen para convertirse en lo que se convirtió. Es cierto que tampoco es una narración que se estudie en los institutos, pero sí figura donde debe figurar. Habita un estuario donde se puede vivir con dignidad. En esta edición de los Libros de sangre se recogen también otros cuentos de altísimo nivel, de una originalidad fabulosa: Los muertos tienen autopistas, El tren de la carne de medianoche, Espectáculo infernal, Rex, el hombre-lobo, Nuevos asesinatos en la calle Morgue, Víctimas propiciatorias. Recientemente ha salido del infierno cenobita un capítulo más de la barkeriana Hellraiser. Es una saga excelente, pese a lo pésima calidad de muchas de sus entregas. A Barker le ocurre como a tantos otros dedicados a escribir fantasía: nunca se les trata con el respeto que merecen. Aun así, En las colinas, las ciudades existe y es una obra de arte con todas las de la ley.
Pero uno piensa: ¿cuántas en las colinas las ciudades son ahora pecios medio enterrados en una playa o en el lecho marino, llenos de moluscos y sin el consuelo de ser la arqueología el día de mañana? Eso sí que pone los pelos de punta. La de ahora es solo otra forma de ser para nuestra especie. El optimismo moderado fruto de la resignación quiere decir que ni mejor ni peor, pero entre el encogimiento de hombros acecha una duda. ¿Seguro? Lo contrario suena a abuelo Simpson gritando a las nubes. ¿Cada nueva fase conlleva la tranquilidad del nos adaptaremos, del ser eslabón de una cadena que nunca retrocede, sino que trae maneras diferentes pero igualmente válidas de ser? A riesgo de parecer un neoludita —sin ser uno nada de eso—: no está nada claro. La corriente fluye más frenética que nunca, el mar se agita embravecido como nunca desde que tenemos uso de razón. Un respiro. Abrir un libro. Las colinas siguen donde estaban, y en ellas, las ciudades. Al menos por ahora.