"Nací en Roma, una mañanita de mayo a las doce en punto. O sea, con el cañonazo de rigor que disparan a esa hora en muchas ciudades del Mediterráneo (…) Es así como empecé mi vida en el extranjero", reza el alma de Lilí Álvarez en una nota autobiográfica.
Niña prodigio para los alemanes -Wunderkind-, de infancia mecida por la naturaleza, de inviernos en los Alpes suizos y de otoños y primaveras a orillas del lago Maggiore, musa en tantas disciplinas del deporte, finalista de Wimbledon, ganadora en Milán y de dobles en Roland Garros, mujer olímpica, señorita torera por un día, al que Díaz-Cañabate redobló el interés bordando los poemas dedicados por los que allí la admiraron en alegres letras que habrían de pasar a la posteridad en la Historia de una tertulia. Habla su toro, dice Janés: "Nuestro juego no fue de muerte, sí de poesía".
Niña nómada de orígenes no menos nómadas que se remontan en su pasado más cercano a su abuelo Juan Pascual López Chicheri, murciano nacido en Cehegín, abogado por tradición familiar, diputado y senador, dueño de empresas en Toledo en las que se obtenía del regaliz un extracto destinado a la exportación para la transformación del tabaco rubio, de arrozales en el delta del Ebro, Valencia, Alicante y Murcia; y padre de Virginia, su madre, que tras un matrimonio fallido con el marqués de Sotelo se retiró a un balneario en Suiza en el que conoció a Emilio González Álvarez, dando a luz a una niña nacida de la felicidad y no sólo de un ciclo vital consuetudinario en el que, en ocasiones, sólo nacías, crecías, te reproducías y morías.
Lilí heredó de su madre la pasión por los libros y tal vez el germen de su espíritu liberal, que se fue consolidando en su vida viajera, deportiva y de sociedad, llegando a ser una hábil intelectual que no se limitó al periodismo, sino que escribió valiosas obras como Plenitud o Feminismo y espiritualidad, entre otras. Dice Jaime López-Chicheri Dabán, su sobrino y mi familiar, que "ella creía que tenía la razón, pero no pretendía imponerla. En eso era leal también". No entendió el deporte ni la competición con mentalidad patriotera, de hincha, sino de una manera práctica y razonable, y no por ello menos ilusionante.
Azorín escribió que había personas que vivían varias vidas en una, equilibrando la balanza de las que vivían sólo media vida, como también escribió que no hay dos puertas iguales y que detrás de cada una que abríamos estaba nuestra felicidad o nuestro infortunio, de ahí su respeto y veneración por las mismas. Estas dos ideas, me atrevería a decir, estaban concentradas en Lilí, persona intensamente vitalista pero profundamente respetuosa, de pensamiento ordenado y de una lealtad que no siempre fue recíproca. Contaban Eduardo Garrigues López-Chicheri y Antonio Garrigues Walker en una conferencia en el Instituto Cervantes que, un día antes de salir a la pista para competir en una tercera ocasión en el torneo de Wimbledon, un "conocido intenso" le comunicó el fin de su relación, lo que la hizo llegar con los ojos llenos de lágrimas. Quiso dejar constancia su sobrino Eduardo de la enorme humanidad de Lilí, que "era capaz de perder la ocasión de su vida por haber tenido un fracaso sentimental", algo infrecuente en una deportista profesional. Para ser un auténtico deportista, decía ella en un artículo, han de acompañarte los dos versos de Kipling que se encuentran grabados en la cancha central de Wimbledon: "Si puedes enfrentarte con el triunfo y el desastre, y tratar a esos dos impostores de igual manera". No obstante, fue tan brillante, que nadie pudo opacarla en ninguna de sus facetas.
"Su feminismo no era 'antihombre' sino cercano al buen humor, a un parejismo de mutua comprensión"
Fuera de las pistas era una mujer no sólo de pensamiento sino de acción, arriesgándome diré que era una raciovitalista que, apoyándose en el criterio del cardenal Suenens, en la literatura de Goethe, en Concepción Arenal, en Merleau-Ponty y en Marañón, quería desterrar el viejo ideal de feminidad que, en muchos casos, mantenía en una minoría de edad a la mujer consagrada a su familia y a la mujer consagrada a Dios, y que impedía que pudieran conocer la realidad social del mundo en el que vivían. No quería ver a la mujer relegada a tareas intelectuales que fueran inferiores a las que cualquier hombre pudiera ejercitar. "Correré gustosa -amazónica Amadisa de Gaula en busca de un insólito santo Graal- el riesgo que entraña siempre el adentrarse por veredas inexploradas, llevada como estoy de la esperanza de entrever, por esa aventurera indagación, el mecanismo salvífico y, con él, lo que creo ser los extremos límites explicativos del caso femenino", escribió con elocuencia y gracia.
No defendió la idea de una mujer perfecta y candorosa, sino la de una mujer de carne y hueso a la que se encuentra uno en la calle, en la universidad, en una tienda de comestibles, de libros, en una conferencia, en una casa o en una oficina. Su feminismo no era "antihombre" sino cercano al buen humor, a un parejismo de mutua comprensión y estima en el que revelar al hombre cómo aspectos espirituales y esencialmente femeninos como el sentido humano, la exquisitez y la humildad podían actuar fuera de los límites de la intimidad frente a una cultura competitiva y avasallante.
Del mismo modo que Marañón, no entendió la deriva tomada por aquellas heroicas mujeres sufragistas inglesas que terminaron confundiendo el feminismo con la rivalidad con el hombre, traicionando así su origen y autenticidad. El equilibrio, su eterno femenino, que expuso en el V Congreso Feminista Hispanoamericano en 1951, consistía no sólo en escoger una profesión, sino en conservar, además, el alma "profundamente femenina" -esencia que podemos leer actualmente en la obra de Elena Poniatowska-.
Entre otras personalidades como Rosario de Velasco, que la inmortalizó en su pintura, Bernard Shaw, Churchill, Eugenio d'Ors, el mariscal Foch, con quien pactó no declararse respectivamente ni la guerra ni un partido de tenis, y Alfonso XIII, quien le dijo, mientras bailaban, que los únicos españoles conocidos en Inglaterra en ese momento eran ellos dos, Lilí había coincidido con el abuelo de Balduino de Bélgica, aficionado al alpinismo, en Saint Moritz, y por ello, al enterarse del futuro enlace entre Fabiola y el rey de los belgas, dedicó unas letras al magno acontecimiento, alegrándose de "comprobar que las novelas rosas son todavía verdad" y de que hubieran conseguido guardar sus sentimientos en un sepulcral silencio. Le fascinó la personalidad de Fabiola por su inteligencia y su cultura, por su interés por los pobres y su atención a lo espiritual. Su eterno femenino parecía encontrarlo en ella, nada tenía que ver con el "imperio de la apariencia" o el "brillo huero" –usando sus expresiones-. "Hombres y mujeres somos por igual creadores, pero no de la misma manera. Frente a los anticuados afirmamos que somos ambos creadores, y frente a los avanzados afirmamos que lo somos cada uno de un modo distinto", sentenciaba Lilí.
Andrés Travesí escribió de ella para ABC que su modo de vida había sido "un constante acto de servicio a España, cuyo nombre supo colocar muy alto más allá de nuestras fronteras". Jaime se pregunta: "¿Fue feliz?". Me arriesgo a decir que lo intentó con todas sus fuerzas.
Gracias, Jaime.