VALÈNCIA. Hace un par de semanas se publicó una noticia en las páginas de sucesos que pudo pasar inadvertida para mucha gente. Era la condena a 24 años de Manuel Alonso, expareja de Lucía Garrido, y de 22 años para Ángel Vaello, considerado autor material del asesinato de la mujer. No era un crimen más, la familia de Lucía venía arrastrando su caso durante años.
Al principio, fueron las instituciones las que ignoraron las denuncias de maltrato de la mujer, después, cuando fue asesinada en su propia casa, los juicios fueron descarrilando por motivos inimaginables y parecía que el delito iba a quedar impune. Sin embargo, si por algo no cayó en el olvido fue porque era la punta del iceberg de unas redes de corrupción en la costa malagueña que llegaban muy profundo, dentro de la Guardia Civil y vaya usted a saber hasta dónde más.
Para quienes no lean los papeles, el contexto de este caso quedó perfectamente expuesto en el true-crimen de Televisión Española Lucía en la telaraña, distribuido por Playz y también por Netflix. Cuando se asiste en televisión a crímenes sucedidos en otros países, no nos engañemos, el enfoque que le damos como espectadores es lúdico. Aquí, cuando se trata de tu propio país, y se comprueba hasta qué punto las fuerzas del orden pueden corromperse, asusta. Cada episodio es más sobrecogedor que el anterior.
Estamos acostumbrados a teóricos de la conspiración que creen que la policía o el Estado ha empleado la droga como arma de guerra contra los movimientos subversivos o de extrema izquierda más o menos fascistoides. Lo más lejos que han llegado las investigaciones en este campo es a encontrar que la droga es un arma muy eficaz para deslizarla entre las pertenencias de un enemigo y que un juez le meta una pena descomunal. Eso en Estados Unidos, en sus conflictivos años 60 y 70. En el resto del mundo, EE.UU. incluido, la norma es que la policía, en cualquiera de sus formas, se corrompa con el narcotráfico por ánimo de lucro.
Hace poco hablábamos de esa extraordinaria serie que ha sido Top Boy. En un momento, los narcos que venden a mansalva en Londres, tienen que controlar las redes por las que les llega la mercancía y viajaban a Cádiz. Negociaban con marroquíes en La Línea de la Concepción y tenían un problema, más grave y peligroso que la vigilancia policial del Estrecho: la policía que no estaba vigilando el Estrecho. Todo lo que aparecía en la serie sobre los envíos que tenían que pasar por el visto bueno de un policía, aparece aquí, pero en real.
En Lucía en la telaraña tenemos tres cuartos de lo mismo. Lo único, que no es la policía la que medra, ese agente Juan el Bueno, interpretado por Íñigo de la Iglesia, sino la Guardia Civil. Los envíos van marcados y o se roban o se interceptan. Hay un momento en el documental en el que se dice que los narcos marroquíes, sabiendo lo que había, metían muy poco hachís y de muy mala calidad porque ya sabían dónde iba a acabar. En lo que no se mete Top Boy y es el meollo de la cuestión aquí es en las “guarderías”, los zulos donde se esconden las toneladas de droga.
Por lo visto, estos alijos, su custodia y los robos que se producían en ellos eran el día a día del narcotráfico en la zona de Alhaurín de la Torre y Málaga. Ahí es donde entraba Manuel Alonso, que tenía nada menos que una granja de animales exóticos en torno a la que habría funcionado una de estas redes de guardias civiles implicados en negocios ilegales. Una red tan bien conectada que se sentía impune, hasta el punto de permitirse uno de ellos el lujo de eliminar a una pareja por la que ha perdido el interés y que sabe demasiado de los manejos que se realizan en la finca.
Pero eso no es lo más peliculero de la historia, al final los guionistas lo que hacen es leer sumarios de un caso real. Lo espectacular es el guardia civil Ignacio Carrasco. Puede que un guionista de ficción hubiese desechado su perfil para una serie por demasiado obvio o arquetípico, pero no. Es real. Carrasco perdió a un familiar asesinado por ETA y se fue voluntario a ejercer en el País Vasco. Allí experimentó los años más duros de su vida como guardia civil, como es bien conocido, pero encontró también la camaradería y solidaridad de sus compañeros, enfrentados todos ellos a la muerte en cualquier momento y al rechazo y la marginación social como consecuencia de la amenaza de ETA sobre el conjunto de la sociedad.
Una experiencia que, sin embargo, le supuso menos problemas y dificultades que ser guardia civil en Málaga. A la mínima que se encontró el hilo de la corrupción y empezó a tirar, comenzaron sus problemas. Mobbing, marginación, amenazas, hasta que al final le dieron de baja del cuerpo con el diagnóstico de “delirios paranoides”. Sin embargo, como en una película de Charles Bronson, el hombre se conjuró y, junto a la hermana de la asesinada, trabajaron al margen de la ley, e incluso contra el mundo de la ley, para sacar adelante el caso.
Es tan enrevesada y profunda la red de corrupción que es hasta difícil de seguir durante los cinco capítulos que dura, pero los aficionados a las series de mafiosos y crimen organizado aquí tienen su dosis con la particularidad de que todo esto es real. Y lo más sospechoso llega cuando en los diferentes juicios que se celebran pasan cosas raras, no parece que el jurado funcione escrupulosamente, tampoco la custodia de las pruebas, y caen las absoluciones.
El final feliz solo llegó hace unas semanas, muchos años después del crimen, cuando por fin se condenó a los culpables. Estuvieron a punto de quedar impunes. Para el recuerdo, la casa de unos de los guardia civiles implicados. Con 1500 euros al mes de nómina se había construido un castillo que tenía dentro armaduras medievales y todo. A saber qué habría hecho con estas escenas Scorsese. Por lo demás, se confirma una certeza. Donde hay cargos y condenados por corrupción, hay corrupción, evidentemente. Pero donde no hay condenados, la sospecha, en España, es que todavía pueda haber más corrupción, porque puede que esta haya alcanzado también a la justicia.