VALÈNCIA. Hablábamos hace unos años de un excelente documental que reunía los vídeos grabados por los internos de la cárcel de Carabanchel entre 1985 y 1987, destinados a emitirse por un canal interno del centro que se llamó Tele Prisión. Eran unas imágenes muy sorprendentes, sobre todo por las de archivo que retrataban la vida ahí dentro tal cual era. Un infierno dantesco, nada que envidiar al Expreso de Medianoche de Alan Parker. Era complicado imaginarse que eso haya podido existir en España en una época tan contemporánea. Las escenas que también describía recientemente en sus investigaciones Juan Carlos Usó de decenas de presos compartiendo una sola jeringuilla ya eran espeluznantes.
Para entender todo este contexto, Libros del KO ha publicado Madrid, 1983, una crónica periodística histórica que toma como referencia el año de inflexión. El momento en el que iba a empezar la transformación del Estado en uno homologable a Europa con los criterios de la CEE, pero una época en la que todos los fantasmas del pasado seguían presentes en el día a día. Sobre todo tras los estragos que causó en la sociedad española la crisis del petróleo y la epidemia de heroína.
La obra, del periodista Arturo Lezcano, tiene un enfoque poliédrico. Penetra en la vida de la ciudad desde los barrios de absorción a las dependencias municipales donde Tierno Galván trataba de insuflar un nuevo espíritu a una ciudad castigada por la represión. En la dictadura, las fiestas populares no se celebraban, la policía era más activa que en ninguna otra parte y, por existir una amenaza contra la vida normal, la capital estaba rodeada de cuarteles militares con carros de combate preparados para lanzarse sobre ella. Aunque, curiosamente, ese episodio, en los 80, solo se materializó en València.
El crimen, la policía corrupta, la ultraderecha, los mercenarios del GAL, los toxicómanos etc... todo lo que salió a flote en aquella época no me sorprende tanto como las cárceles. Explica Lezcano que más del noventa por ciento de los reclusos eran preventivos y estaban encerrados en espera de juicio. En la actualidad, en esa situación están un quince por ciento. Los testimonios que reúne le cuentan que la gente estaba desesperada, se hacía cortes en los brazos, se rajaban la tripa, se comían tenedores o muelles de las camas. "Cualquier barbaridad para acabar con aquella espera"
El síndrome de abstinencia campaba por sus respetos. Unos estaban destrozados por el mono, otros por la paliza que les acababan de dar en la comisaría o la Dirección General de Seguridad. Para pasar los estragos de la adicción, una de las técnicas desesperadas, era masturbarse. Los testigos que ha entrevistado Lezcano le cuenta que muchos lo hacían contra las paredes desesperados. Como se ha dicho, no había jeringas, así que a muchos no les quedaba más remedio que inventarse una con un bolígrafo, con eso se pinchaban la vena. Lo normal era meterse heroína mucho más cara, pero mucho más adulterada. Las sobredosis eran constantes.
Los políticos, ya fuesen de ETA o de las ultraderechas, estaban todos en una misma galería. El resto, hacinados. En las celdas, pensadas originalmente para cuatro internos, llegaba a haber doce personas. Algunos tenían que dormir acurrucados en la taza del váter. Había chinches, cucarachas, ratas... Y lo peor, una situación de peligro permanente, por cualquier tontería te podían coser a puñaladas. Si la cárcel de Carabanchel estaba pensada para 500 internos, llegó a haber en esa época más de 2000. En aislamiento, las temperaturas eran extremas, había insectos por todas partes y una humedad asfixiante. En la quinta y séptima galería, se prostituían las transexuales, pero como no se les facilitaba su medicación hormonal, se iban masculinizando de nuevo paulatinamente.
La cuestión era, como también explica el ensayo, que en los años 70, los barrios de aluvión de Madrid se enfrentaron a cifras como 200.000 parados por una población activa de 1.300.000. Había 35.000 chabolas y un censo de heroinómanos, según las cifras municipales de entre 10.000 y 20.000. La delincuencia llegó a tal punto que se habló del salvaje oeste. Los ciudadanos exigían al delegado del Gobierno que se actuase, tribunales especiales y más mano dura. Las asociaciones de comerciantes reclamaban poder llevar armas. La policía estaba totalmente desmoralizada. En joyerías, se habían cometido 818 atracos en un mismo año, tres al día. Hasta Juan Baranco, teniente de alcalde, fue atracado a punta de navaja y estilete en la calle Libertad después de una cena.
Cuando llegó el PSOE, se puso en marcha la reforma Ledesma. La idea era democratizar la Justicia. De la noche a la mañana, todos esos presos preventivos salieron a la calle. Eso tuvo un coste enorme porque disparó la criminalidad. La ola de atracos alcanzó cotas nunca vistas, así como los malos tratos y las muertes de delincuentes a manos de la policía. La Justicia de entonces funcionaba por "astillas", sobornos a los funcionarios y oficiales del juzgado. A Ledesma le decían que era imposible tocar eso, que si lo hacía la Justicia dejaría de funcionar, que necesitaba ese "aceite". Lo cierto es que la práctica fue erradicada, pero la situación de la calle se abordó por la vía del endurecimiento del Código Penal. Fue otro de tantos de los llamados desencantos con la democracia.