Pancho, mi perro y compañero, corretea a mi lado, olisqueando, agitando su cola y brincando con alegría. Hay nuevos aromas y trasiego en la cocina. Un festival que cada día se repite entre la soledad de pucheros, sartenes, especias y cucharas de madera. La última semana ha tenido sabor a croquetas, a pescado y pollo empanado. Constantemente hay que reducir, reutilizar y reciclar ingredientes para frenar el desperdicio alimentario y para animar a la necesaria economía circular. Un excedente de pan seco, una estampa de naturaleza muerta en forma de montaña que hacía equilibrios en la encimera, permanecía semanas esperando su destino. Una vez triturado y rallado, su meta es empanar. No podría ser de otra manera porque empanar, además, es un ritual que nos lleva a lo más profundo y entrañable de la memoria. Filetes empanados para ejercer de domingueros en la Casa de Campo de Madrid, filetes de lomo empanados para comer en algún lugar del viejo Puerto de Contreras que llevaba a València, con los asientos delanteros del Seat 600 desmontados bajo un árbol para echar una siesta necesaria. Viajar de Madrid a València era una travesía interminable. Filetes empanados que eran, junto a la ensaladilla rusa y la tortilla de patata el gran buffet primaveral de la clase media y baja de este país. Filetes de pollo empanados, morellanos, festivos y victoriosos para demostrar a dos niños pequeños que eso de los nuggets era pura fantasía y un invento de las multinacionales.
Pancho escucha, alza sus orejas en posición alerta, por si se escapa algún ingrediente y aterriza en el suelo de la cocina. Esta vez también hay croquetas madrileñas-morellanas, con restos de casi todo, de lo bueno y de lo malo, con su canela y su nuez moscada en la besamel. Amasadas con amor y tristeza, sin conseguir su forma medialuna, ni triangular, ni la maestría de grandes y queridas cocineras como Elodia, Aure o Asunción. Pero, al final, croquetas, cilíndricas, redondas, deformes, espléndidas. Debería existir un día dedicado al pan rallado, al pan en general y a las/los panaderos. Nacer, crecer, crear, morir, renacer y seguir siendo un elemento básico, sencillo, real y cotidiano.
Amaso y pienso en Pere, en Dayani, en Asunción, que acaban de despedirse de Pere, esposo, compañero, abuelo y padre. Pere Rourera, el alma de Casa Pere de Morella. Un morellano ilustre que, en los años ochenta y noventa, encantaba a su clientela mientras hacía equilibrios para que no se despegara de sus labios aquel permanente caliqueño. Pere era especial y muy querido. Cada semana me entregaba una “carta al director”, escrita a mano con paciencia, para que pudiera ser publicada en el periódico Mediterráneo. Abordaba todos los temas que fueran injustos. Sus cartas eran críticas, chispeantes, certeras y entrañables. A Pere Rourera (Pedro Adell Bonet) le ayudaba otro ilustre morellano, el añorado Aniceto Rallo (tío del senador Artemi Rallo), también crítico, chispeante, certero y entrañable. Eran un buen equipo. Escribían cartas a la prensa y también aquellos artísticos carteles de bar que anunciaban productos y precios. Pere siempre traía marisco de los tres mares, que podían ser cinco, seis o siete mares… Lo mejor de Rourera, su clientela … y café, si se espera… Y su cerveza se servía como una tacher que era el vaso así denominado para la dosis doble. Como bien recuerda y escribe otro morellano ilustre, mi amigo y ahora concejal Joan Carles Marcobal, no busquen en la wiquipedia el significado de tacher, solo saldría Thatcher, el apellido de aquella expresidenta británica
Cada vez que empano algún alimento me invade una sensación cálida, tierna, segura y asentada con los pies en la tierra. Empanar es una especie de homenaje a aquellos que fueron domingueros, aquellos que trabajaron duro en tiempos oscuros, que soñaron, que tenían los pies en el suelo, y que necesitaban estas pequeñas grandes cosas para no perder los puntos de partida y de referencia. Un filete empanado, una tortilla de patatas o una amorosa tortilla de puerro eran la simbología y el síntoma de no perder el norte.
Me siento como la mujer habitada de Gioconda Belli. Con el peso de un pasado que aprisiona mis raíces, mis brazos y sus ramas, a veces floridas, a veces marchitas. Plantada en el jardín de la esquina, con la lucha y los sueños como savia. Enraizada en tierra de buen abono, perdiendo hojas amarillas y ganando brotes de vida. Viendo pasar desde las más altas ramas las procesiones que van por dentro. Este domingo escuchaba de cerca la realidad valenciana, música de fiesta, algarabía de voces confusas, paseíllo de pasos perdidos, carreras desproporcionadas, besamanos y otras liturgias dominicales. Indumentarias de gala escoltadas compartiendo con la buena gente corriente en los espacios permitidos entre muros de vallas amarillas, un aclamado trasiego que iba procesionando entre laureles y naranjos amargos. No eran domingueros abriendo la fiambrera en busca de algún filete de lomo empanado. Eran gobernantes y su séquito. Gobernantes de la nueva legislatura autonómica, la más brillante, colorista y progresista de un país español que lleva días de duelos, quebrantos, lamentos y quejidos emitidos desde posiciones y medios de comunicación centralistas. Parece que siguieran existiendo aquellas interminables curvas de Arganda y Contreras que separaban tanto el mar y la meseta. La invisibilidad valenciana sigue vigente en la villa capital donde deberían abrir la mirada y aprender a respirar los buenos vientos mediterráneos.
Estos días han vuelto a ser trágicos, insoportables. Más mujeres asesinadas, más niñas y niños que han perdido a sus madres. Ya son más de 1.000 muertes por violencia machista en las crueles estadísticas. Más asesinatos de mujeres que víctimas del terrorismo. Debería decretarse el estado de emergencia, debería ponerse ya en marcha y con contundencia el Pacto Nacional contra la Violencia de Género, todos los pactos y todas las medidas aprobadas, y que no queden en políticas de gestos y minutos de silencio. Más de mil mujeres asesinadas. Y en esta maldita cifra no se contemplan los centenares de suicidios, las muertes como consecuencia de secuelas tras sufrir violencia machista o los asesinatos de mujeres fuera del contexto doméstico/pareja. La Organización Mundial de la Salud y ONU Mujeres destacan que una de cada tres mujeres ha sufrido, sufre y sufrirá violencia de género en el mundo. Combatir y acabar con la violencia machista debería ser urgente para todas las Instituciones públicas y para la sociedad. De una vez por todas.
Asesinar, agredir, mentir, menospreciar, invisibilizar y humillar a las mujeres parece tener premio en este sistema patriarcal. Así es la cultura machista predominante aunque se vista de seda y proclame los más sagrados derechos de las mujeres. Aunque se proclamen feministas y se vistan de violeta, ensayen sonrisa y gestos frente al espejo. El feminismo no puede ser postizo ni debe ser un juego de espejos. El feminismo es luchar y vivir igualitariamente, sin etiquetas. Si el machismo ambiental sigue vivo, ahora, además, hay que sumarle los gritos y latigazos de VOX contra las mujeres. Es muy peligroso el discurso de odio de la derecha y ultraderecha contra las mujeres, contra la vida de las mujeres, contra sus derechos y libertades. Un discurso que se proclama desde los escaños de los parlamentos, porque han entrado en las instituciones democráticas, inoculando su veneno, los gérmenes para una sociedad enferma.
Mi perro se arrulla a mis pies, pidiendo compartir espacio. Pancho me recuerda a Troylo, el compañero de Antonio Gala. Escribo para Pancho. Me mira y hablamos. Me mira y engendra ternura en sus ojos, en el gesto de inclinar la cabecita a un lado, en la ternura de su patita reclamando una caricia. Muchas veces los animales nos superan en inteligencia, emociones, comunicación y empatía. Muchas veces un perro es mucho más que una persona. Ayer, en València, en el marco de un día intenso que rompió la cotidianidad de un domingo cualquiera en un barrio, mi perro se dedicó a galopar en la plaza del Negrito y sonreía mientras escuchábamos a Silvio Rodríguez ...Cierto que hui de los fastos y los oropeles y que jamás puse en venta ninguna quimera, siempre evité ser una súbdita de los laureles, porque vivir era un vértigo y no una carrera. Nos va la vida en ello. A todas y todos los castellonenses, alicantinos y valencianos.