Libros del Asteroide cuenta en su catálogo con esta antología de relatos que, además de ser una excelente lectura, podría servir a modo de manual sobre cómo escribir para condensar lo esencial
VALÈNCIA. Que demos tanto valor a la sorpresa debe ser síntoma de un aburrimiento generalizado, de una rutina apisonadora o de una preocupante pérdida de sensibilidad, de tal modo que solo somos capaces de sentir algo, de despertar del letargo, cuando el mago saca el conejo de la chistera, o lo que pueda equivaler en la era de las elaboradas transiciones de TikTok. Si conocer de antemano determinados detalles de películas o series las arruina, incluso temporadas enteras, es porque toda la historia se ha planteado en función de un giro final, de una revelación, y el resto, es decir, nada más y nada menos que todo lo demás, no es lo suficientemente relevante para justificar el visionado. Es lo que pasa en el último capítulo, escondido con cuidado por espinosos acuerdos de confidencialidad, lo que hará que paguemos satisfechos la cuota de la plataforma o la entrada del cine —esto cada vez menos—. Al final sí aparecen los spidermanes de sagas anteriores. Aplausos en la sala, gritos de emoción en clave de fan service. Pero si alguien te lo cuenta, adiós. Nos pasa. Si esperas demasiado a ver el desenlace de una serie hasta el punto en que el spoiler es vox populi, ya no te apetece ponerte con ella. Somos adictos al giro inesperado. Necesitamos nuestra dosis. Sin embargo, hay multitud de sabores en el camino a Ítaca de cliffhanger en cliffhanger: hechos, descripciones, respuestas, belleza que no precisa de trucos de prestidigitación. Lo que pasa, claro, es que construir una historia que se sostenga por sí sola con estos elementos, sin sorpresas, no es fácil de conseguir. El efecto del truco o la trampa sí lo es. Hay que poseer una elevada sensibilidad para captar todo aquello esencial que puede ser al mismo tiempo extraordinario, y luego, claro, hay que tener también la habilidad de convertirlo en algo realmente especial. Se requiere talento.
Talento como aquel del que hace gala Maxim Ósipov en todos y cada uno de los diez relatos que configuran esa antología que publica Libros del Asteroide bajo el título Piedra, papel, tijera, con traducción de Ricardo San Vicente. En las historias de Ósipov no vamos a encontrar revelaciones sorpresivas, sino sostenidas: la revelación se encuentra hilada en el anverso y el reverso de las palabras, conecta un diálogo con un paisaje, un pensamiento con el destino de un personaje, una emoción con un fracaso, y así, de página en página, somos testigos de situaciones propias de la Rusia postsoviética en escala de grises, en la que todo transcurre —a ojos del autor y en este caso— sin demasiados sobresaltos, incluso lo verdaderamente excepcional, como un disparo desde un ático y alguien que se desploma en la calle, o un cuchillo que se hunde en la carne de un hombre; esto y más sucede en el plano de la apatía. Es difícil explicar cómo escoge Ósipov la materia con la que confecciona sus historias: es cuestión de intuición. De la suya.
En Piedra, papel, tijera se narra la emigración, el abandono, la decadencia, la frustración, pero en situaciones radicalmente diferentes. Desde las confesiones de un exespía hasta los últimos episodios antes del fundido a blanco de una mujer con alzhéimer, pasando por la paranoia de un profesor que se cree perseguido por los sabuesos del Estado. Una muestra de revelación sostenida o constante: “¿Vérochka no ha sido más que una víctima del orden de las cosas? ¿Ha muerto en nombre de ese orden? Preguntas y más preguntas… También hay respuestas. Yo creo en que gracias a una coma bien puesta sucederán muchas cosas buenas a mis chicos. No preguntéis cómo ocurrirá, porque no os responderé, pero de estos detalles —de los «junto o separado» en la ortografía, de la geometría, de los continentes, de los estrechos, de las fechas de las campañas de Suvórov, del amor a Chopin y Blok— surgirá, creativa y armónica, la vida”. Perfecto.
Uno puede imaginar la manera de mirar de Ósipov. Hay que ver el mundo de una forma muy propia —y con mucha atención— para escribir estos diez relatos. Otro ejemplo: “Fuera de la ciudad ya ha llegado el invierno. A él le parece que el invierno, en esta zona del país, es la mejor estación. Por la nieve, sobre todo, esa superficie que oculta bajo su manto toda la porquería y la suciedad […] La gente de los países bálticos llama rusi a estos campos sin roturar. Más allá se levanta una construcción oxidada. Cuánta estupidez y guarrería. Si hay que ser sinceros, somos un país de idiotas. Yevgueni Lvóvich añadiría: y de santos”. Este es ciertamente un pasaje muy osipoviano. El ruso sabe identificar la esencia tragicómica de la vida humana y hacer con ella historias que conmueven.
Esa santidad idiota a la que se refiere es fácil de entender, aunque a priori sea más común la idiotez que la santidad. O no. Quizás haya más de santidad, que es lo mismo que nada, en nosotros. Es posible que no seamos tan idiotas, pero que el suelo efectivamente esté lleno de porquería que queda mejor cubierta por un manto de nieve. Pero la nieve se derrite, como todo. De una forma u otra, nos derretiremos. Dice un habitante del barrio del Carmen, un gran lector, que a su edad, cincuenta y tres años, y con una depresión endógena muy larga que lo tenía por suicidarse hoy, mañana o pasado, no estaba ya para leer a Paul Auster ni en general nada que oliese a literatura de treintañeros, que a él ya solo le gusta leer la mierda, y con la mierda se refiere al vacío que experimenta después de leer un relato de Carver. Esto le atrae como la luz a una polilla. Después de leer a Ósipov no queda un vacío, pero sí la sensación de estar solos en medio de una sala muy, muy grande.
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