Alpha Decay edita este breve ensayo que retrata una realidad difícil de negar, explica cómo hemos llegado a ella, y propone por último un antídoto para escapar del atontamiento digital
VALÈNCIA. Han sido desterrados de sus plazas principales, de sus fortalezas nocturnas: los libros desaparecen de las mesitas, o acumulan polvo y pelo de mascota en ellas; el que fue el momento idóneo para la lectura, justo antes de acabar el día —acaso unas páginas, aunque fuese para relajarse y conciliarse el sueño, o bien una enganchada de las que concluían de madrugada por miedo a amanecer sin haber pegado ojo—, es ahora solo un poco más de tiempo saltando de aquí a allá en el móvil en la búsqueda banal de nada en realidad. Quien sigue dedicando la antesala del sueño a leer, ha sido infectado de igual manera: ¿cuántas veces aparca el libro sobre la barriga o a un lado para consultar sus notificaciones o su correo —incluso del trabajo— por inercia atontolinada? Quien diga que no le pasa, y encima diga la verdad, bravo, porque ya forma parte de una especie tan rara como los leopardos de las nieves.
¿Qué ha pasado? ¿Por qué ya no conseguimos leer sin mirar compulsivamente el móvil? ¿Por qué no podemos avanzar un par de cientos de páginas y ya está, por qué en medio de una historia espléndida, sentimos ese cosquilleo en las meninges que nos impele a chequear si alguien ha dado like a alguna de nuestras publicaciones? Capítulo aparte merece la inquietante sospecha de que a saber la de buenas historias que se estarán perdiendo en la neblina del limbo por culpa de manos y mentes despalabradas por haber consumido demasiado ingenio y tiempo en posts efímeros para las redes sociales. Es así, así es: lo cierto es que escribimos y leemos más que nunca, solo que de un modo que en otra época se habría considerado enfermizo y torpe. Durante un tiempo nos creímos aquello del multitasking, a pesar de que a día de hoy todavía nos es casi imposible escribir algo mínimamente decente con un televisor encendido al lado. En lo sustancial, nuestro cerebro no ha cambiado nada en muchos miles de años. La vida multitarea no nos ha hecho evolucionar: seguimos bajando la música en el coche para aparcar con mayor precisión.
Es la era de los mensajes breves, fugaces y extremos: las redes sociales no son un entorno propicio para los debates en profundidad: no es que la vida previa a las redes fuese una Arcadia feliz donde la gente no acababa a tortas por cualquier cosa, pero es que tampoco tenía todo el mundo un altavoz. La algarabía cacofónica es un fenómeno muy de ahora, cuando todos decimos, pero se escucha muy poco. Con suerte se oye. Estrena Alpha Decay Atención radical, de Julia Bell —con traducción de Albert Fuentes—, un breve ensayo de título sugestivo que a propósito, sabiendo que se dirige a un público smombie —zombie del smartphone—, articula su reflexión mediante párrafos breves e impactantes, de naturaleza twítica, que logran precisamente apresar nuestra atención, esa pobre atención a la que Bell nos obliga a mirar, una atención raquítica, boba, confusa, que se despista a poco que ve el móvil cerca, y si no lo ve, lo busca, porque en estos años de pandemia que han hecho las delicias del amo de Amazon, con ese virus alimentado por maliciosos infovirus —corrientes de mensajes creados con el propósito de desinformar— que ha llenado de dinero procedente de pedidos a domicilio sus monstruosas cuentas y con ello su poder, en estos años de Zoom y de Meet y de preludio al metaverso, nuestra atención es un fantasma aturdido que no sabe muy bien qué había ido a buscar a la nevera.
Dice Bell: “Hemos adoptado la conducta de una personalidad automatizada y nuestras vidas y prioridades han sufrido un sutil proceso de reacondicionamiento. El precio que todos hemos pagado afecta a nuestra individualidad, a nuestro sentido del tiempo y, por ende, a nuestras visiones del futuro; para nuestros adolescentes, el resultado es una mente dispersa, escindida, nerviosa […] para la población en general, una merma en la capacidad cognitiva, sobrados de información pero escasos de atención; para nuestro cuerpo político, una especie de paranoia caótica y turbulenta que pone en una situación de mayor vulnerabilidad si cabe a nuestra democracia […] De pronto, todo parece irreal, resbaladizo. ¿En quién podemos confiar?”.
El retrato de Bell no puede ser más acertado. Se suele decir que las redes no lo son todo —por suerte—, que hay gente que no está en ellas —cada vez menos—, y que los debates en la calle no son igual de violentos que en las redes —cada vez se parecen más—. Se suele decir todo eso, pero ya no es tan cierto como antes: no es que el ser humano actual sea un animal peor que el de hace unas décadas, lo que ocurre es que nos hemos intoxicado con una tecnología que pone a nuestro alcance unas posibilidades que nos sobrepasan. Son tantos los estímulos que bombardean nuestra limitada capacidad de atención, y somos nosotros tan iguales a los que éramos hace no mucho, antes de ser bombardeados, que no tenemos recursos para gestionar el progreso.
Quizás, como sugiere la autora, esto sea una fase de adaptación antes de entregarnos de lleno y sin mesura al cálido abrazo del algoritmo, que piensa por nosotros pero sin nosotros, porque el algoritmo solo barre para casa de su dueño, que por algo lo ha escrito. Puede que estos sean solo los coletazos de una forma de vivir que se resiste a sucumbir ante el leviatán inevitable. Es lo más probable. ¿Por qué razón quienes han llegado después, quienes han nacido en este contexto, iban a querer otra cosa? No lo querrán, claro, y ya nadie podrá decir si había una postura correcta y otra equivocada y se optó por la correcta o por la equivocada, porque los cambios se suceden y el pasado se olvida, y cada uno vive su época a su manera, hasta que nuestra época deje de ser humana, y sea otra cosa, transhumana o posthumana, una época precedida de esta época en la que como apunta Bell, los últimos de Filipinas resistían en la trinchera de la atención radical ante un sistema al que tanto le da que lo has compartido sea una imagen de un gato, o una nota de suicidio.
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