VALÈNCIA. El pasado mes de abril se cumplieron sesenta años del estreno El hombre que mató a Liberty Valance, una de las grandes películas del oeste de todos los tiempos y también la que redefinió el género. Al menos eso es lo que dicen los estudiosos que consiguió hacer su director, el gran John Ford. El catedrático valenciano Vicente Sánchez-Biosca, escribió al respecto: "Habría de ser de nuevo él quien sentenciara la defunción del western en cuanto mito, su imposibilidad de construirse en el vacío de la historia. Y habría de ser en uno de los más lúcidos filmes de la historia del cine".
Es curioso ese hito y su relación con España, porque su enorme impacto guarda cierta relación con Almería. Por sus bajos precios y sus escenarios naturales excepcionales, esta localidad se convirtió en el lugar de rodaje de cientos de películas del oeste. Hubo de todo tipo, pero generalmente lo fueron de explotación. De estirar el chicle del género hasta la saciedad para hacer caja. Una especie de comida rápida cinematográfica. Antaño, cuando había varias salas de cine en cada barrio, la demanda de películas era incesante. No obstante, aquí también se rodaron grandes clásicos, como los de Sergio Leone.
Hubo un documental de Alberto Esteban que hizo un preciso relato oral de aquel periodo. En Spanish Western, de 2014, se reunieron trabajadores que aprendieron su profesión en aquellos rodajes, extras y actores que se ganaron la vida en estas películas y directores que también trabajaron el género. Es interesante repasarlo porque es una muestra más de la estrechez de miras que, por desgracia, se ha sufrido en España en muchas facetas y que ahora solo puede tildarse de oportunidad perdida.
El desierto de Tabernas era idóneo para el rodaje de películas del oeste. Era exactamente igual que los de California y Nuevo México. A los estadounidenses no solo les interesó el paisaje, también el capital humano. Los gitanos podían servir para interpretar a los indios tanto como a los mexicanos y, además, muchos eran buenos jinetes y se manejaban bien con los caballos.
Almería por aquel entonces era la última o la penúltima provincia española en renta per capita. De 40.000 habitantes, 13,000 vivían en cuevas. La miseria parecía perpetua. En los bares, cuenta un testimonio, no había ni leche. Los cafés con leche se hacían con leche condensada. En este contexto, los estadounidenses se encontraron con que había tortas, en un sentido literal, entre la población local para trabajar en sus películas. Aunque para las productoras lo que pagaban era exiguo, para ellos era una fortuna. Se ganaba más dinero como extra en una semana que durante cuatro meses en el campo. En el documental, un figurante recuerda las discusiones de sus padres. Su madre le echaba en cara a su padre, minero, que su hijo ganaba más en un día que él en un mes.
Hubo pueblos en los que no hubo que hacer ningún tipo de decorado para que parecieran México. Sergio Leone, incluso, respetó el luto de las mujeres que iban a hacer de figurantes. Las permitió seguir llevando sus ropas negras de viudas y, a efectos de la película, el resultado era perfecto. Clint Eastwood vio despegar su carrera con estos trabajos, hasta entonces era uno más con cierto pasado en la televisión y en pequeños papeles en el cine. Lo que hizo aquí le sirvió para convertirse en una estrella. Su famoso poncho, cuyo origen no ha estado exento de controversia aquí se dice que se lo compraron en Níjar.
Sin embargo, los estadounidenses atravesaban ciertas incomodidades en Almería. Para empezar, que al principio solo había un hotel y de tres estrellas, todo lo demás eran pensiones. Aparece Sean Connery diciendo que llevaba ocho años yendo a trabajar a Almería y nada había avanzado. Es más, lo que ocurrió no es que no se invirtiera, sino que se trató de explotar a las productoras.
Fue una explotación a dos bandas. Por las horas de sol de Almería, las jornadas de trabajo se estiraban hasta horarios extenuantes y nadie pagaba las extras. Al mismo tiempo, los propietarios de las fincas empezaron a cobrar por todo. Se pagaba al dueño de la tierra donde se iba a rodar, pero si un cable tocaba el terreno circundante, ese terrateniente también exigía cobrar. Llegó un momento en el que los propietarios de cualquier tierra que saliera en el tiro de cámara aparecían con el tractor tratando de arruinar la película y solo lograban que se fuesen pagándoles. Unas prácticas cercanas a la extorsión.
No fue de extrañar que, poco a poco, las productoras prefirieran otros países, como el Norte de África o Yugoslavia. Además, Almería se quedó encasillada en el cliché del western, un género que en los setenta inició el declive por sobreexplotación y agotamiento del mismo. Sin embargo, la variedad de localizaciones permitía mucha versatilidad y a nadie se le ocurrió poner unos estudios. Invertir y asegurar el negocio a largo plazo. Todo lo contrario. De esta manera, todo se perdió y ahora solo quedan atracciones turísticas que se conoce que es el único negocio que se da bien en nuestra tierra. Con tanta precariedad y desatención política, fue normal que con la muerte del género murieran los rodajes. Es muy significativo lo que dice uno de los entrevistados del documental: "Cuando vimos el estreno de Star Wars, vimos que iba a ser la muerte del Western".