Candaya publica esta historia de almas en pena —vivas y muertas— de la narradora argentina, una novela representante de una sensibilidad que por suerte se nos aparece con cierta frecuencia
VALÈNCIA. El agua que no cesa, una frontera líquida que permite el un lado y el otro: los ojos de los animales que habitan bajo su límite, envueltos en sus moléculas, nos contemplan acuosos desde su acceso a la penumbra y a las oscuridades. Quienes moramos esta parte seca manejamos un reflejo y una transparencia confusa: al otro lado de la tensión superficial reconocemos un mundo al que de un modo u otro iremos a parar en esta existencia que es más agua que tierra y que acumula más muerte que vida. La membrana que divide lo acuático y lo terrenal no es exacta: se eleva, corre, se abre y se cierra. Así es también la zona que transita entre lo que respira y lo que deja de hacerlo. La muerte ya no es tan muerte como acostumbraba a serlo: a la luz de los más recientes descubrimientos sobre aquello que le ocurre a nuestras células cuando comenzamos a apagarnos, todavía no está claro cuando podemos decir que morimos.
El cuerpo sigue sujeto a descargas y procesos bastante después del deceso con certificado hospitalario. Y eso por no hablar de aquellas personas que han estado muertas —si nos ceñimos a una definición sencilla pero operativa y generalizada de lo que es la muerte— y han podido contarlo gracias a las técnicas de reanimación. Cuando uno vive, está en todo momento en contacto con la muerte: de lo uno a lo otro hay solo un paso. La gente se muere constantemente a nuestro alrededor, y no solo la gente. Vivimos en contacto permanente con los restos de la muerte y la descomposición: están en el aire, están en el agua, están también en nuestro plato. La muerte solo es extraordinaria por nuestra incapacidad viviente para entender el no ser. Por lo demás, la muerte es de lo más común. Es ineludible, y omnipresente. Se puede no vivir, pero si vives, tienes que morir. Es común, sí, pero inquieta cuando se piensa en ello. Como cuando uno se mira fijamente en el espejo hasta que deja de reconocerse y ya solo ve a un extraño que en cualquier momento podría esbozar un gesto que nosotros no hemos hecho, y entonces adiós.
Con una muerte con tanta presencia, era inevitable que la llevásemos a nuestro terreno para contarla, extrayendo de ella unos hijos —unos hijos muertos de la muerte—, como son los fantasmas, entre otras criaturas fúnebres producto de nuestra imaginación. La literatura espectral es prolija, y también generosa: a medida que evoluciona la vida también evoluciona la muerte y nuestra relación con ella, y por tanto siempre hay espacio para escribirla. La narradora, dramaturga y poeta Fernanda García Lao ha contribuido ahora a esta importantísima sección de la gran biblioteca humana con Sulfuro (Candaya, 2022), una interpretación muy acertada de la muerte, los muertos y sus paisajes, en la que estos se relacionan con la vida, los vivos y nuestros paisajes, en ocasiones mucho más trágicos que la alegre vida de los aparecidos que percibe nuestra protagonista, una mujer a la que conocemos a través de voces que emergen desde las páginas del libro cuya procedencia, cuyo foco, queda deliberadamente poco claro. ¿Quiénes son, desde qué tiempo-lugar hablan? Esos otros que existen —existir no es necesariamente vivir— al otro lado de la calle, en el cementerio y en sus inmediaciones, no pueden compararse en lo que a dar miedo se refiere a los de este lado, los que viven en casas en barrios residenciales. La muerte ha ido corroyendo también su capacidad para la maldad, que se mantiene sin embargo en plena forma en los seres —humanos— por los que todavía corre la sangre que sonroja las mejillas. En las páginas de Sulfuro huele a azufre y a putrefacción, a cloaca, a aliento de caracol —brillante esa imagen olfativa—, pero huelen peor otras cosas propias de los vivos, muchas de las cuales no se llegan a explicitar, aunque otras sí. Los vivos de Sulfuro son un catálogo de maldades banales contadas por la autora de un modo sensacional: esta forma de narrar nuestras miserias menos espectaculares, las más auténticas y definitorias de lo que somos como especie, es una virtud absoluta de la nueva novela de García Lao. Pocos personajes le han generado a uno tanto rechazo como el escribano conyugal de la protagonista, ni tanto odio como el cruel secuestro de unas cenizas.
Sulfuro, además, alberga bellísimos momentos sobrenaturales, pasajes excelentes tan evocadores como el que sigue: “En la clínica, el cirujano te acompaña hasta la puerta de la habitación […] El cirujano es requerido, debe atender un llamado urgente. En cuanto se va, caminás hasta el concejal con los labios hirvientes. Ya te has dado cuenta. Está más de aquel lado. Y murmura ese mundo. Dice: hay poca luz, unos animales raros me husmean. El cielo no tiene color, mis hijos no me miran. El más alto corre, el otro es rengo […] Tus hijos se comportan como seres de lenguaje y dicen: mamá, te extrañamos”. En la lectura de Sulfuro encontraremos una sabiduría ficcional que nos brinda ideas que queremos considerar ciertas, porque no podrían ser de otro modo si se han dicho así: “No mires el paredón, no significa nada. Las cenizas de tu mamá ya no son ella. Basta de buscarlas. Pasó el tiempo suficiente y ahora ha nacido en un cuerpo nuevo. Vos sabés en cuál. Cerca de la vía está, nunca se fue de ahí. El alma no sabe caminar, queda cerca del lugar último, como un fruto caído en el perímetro de su árbol”. Excepcional. Más allá: el alma como el fruto que emerge cuando la cáscara, el cuerpo —una mera vaina—, se abre con un crujido final, para dar por concluida la una fase del ciclo, y así poder iniciar la siguiente. Qué hermoso sería si fuese así.
Jekyll&Jill acoge en su catálogo esta mitología personal de lo humano, lo posthumano, el colapso, el recuerdo y la desolación propia de la caducidad
La animadora Rocío Quillahuaman publica junto a Blackie Books sus memorias: Marrón. Un anecdotario del racismo que se divide en 17 capítulos de experiencias vitales desagradables, racistas y misóginas