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Yū Miri, parada fantasmal en 'Tokio, estación de Ueno'

Impedimenta publica esta novela ganadora del National Book Award de Literatura Traducida en la que, estancado en la existencia, un desterrado de la rueda de la vida narra la soledad

28/02/2022 - 

VALÈNCIA. El mundo humano es un fenómeno difícil de defender: sobrevivir es, cuanto menos, terriblemente cansado. Cuanto más, y en el peor de los casos, una auténtica pesadilla. Puede parecer exagerado, gris, incluso fúnebre: hay días en que el ánimo y las circunstancias no dan para más. En realidad, es mucho más sencillo: el mundo humano es un generador de procesos y eventos que no cesa, y en ese motor incansable de acontecimientos se gesta cualquier vivencia que pueda ser producto de nuestro amplio espectro de emociones, pasiones y voluntades. Habitualmente lo perverso acaba teniendo una mayor promoción y por eso suele parecer que todo lo que sucede es malo. Sin duda no es así, hay mucho bueno, y no solo bueno, maravilloso, esperanzador, ocurriendo ahora mismo y luego después, y más tarde; es solo que este tipo de hechos no generan la adicción y la necesidad de seguir tirando del hilo que sí generan las catástrofes y tragedias, y los medios de comunicación, nuestra fuente tradicional de novedades, lo saben. 

Las redes sociales no funcionan igual, porque —en teoría— no hay una edición detrás. Sin embargo, el resultado acaba siendo muy parecido, porque en las redes cada usuario, convertido en un repetidor, en un nodo amplificador de la red, expande las noticias que considera oportuno, y esto suele tener que ver con el impacto que le han generado, con la reacción emocional que le han provocado, y en este terreno gana lo que agrede, ofende o asusta, de tal manera que lo más probable es que lo desagradable se propague con mayor facilidad. Cuando decimos lo desagradable decimos atrocidades cotidianas, polémicas cualesquiera, diferencias ideológicas, toxicidades parlamentarias, corrupciones comunes, crímenes espantosos, predicciones tremendistas, calumnias interesadas, insultos o amenazas. El día a día en Twitter, vaya.

Con este panorama, muchas veces uno quisiera aquella fantasía que quien más y quien menos ha deseado alguna vez en su vida: volverse espectador invisible e invulnerable, una especie de fantasma ajeno a los dolores de la humanidad que pudiese simplemente contemplar sin ser advertido. Esto es exactamente lo que le sucede a Kazu, el protagonista de Tokio, estación de Ueno, novela de la escritora japonesa Yū Miri ganadora del National Book Award de Literatura Traducida, publicada por Impedimenta y traducida al español por Tana Õshima. Con una perspectiva espectral, en la que se alterna el presente, el pasado y otras temporalidades, conocemos la vida pasada y la (in)existencia presente de alguien que ha dedicado casi todos sus años a trabajar como una mula para poder mantener a una familia de la que no ha podido apenas disfrutar, porque siempre ha trabajado muy lejos —y en condiciones durísimas—: desde el mar hasta la construcción de las instalaciones para los Juegos Olímpicos de 1964. La vida de Kazu guarda ciertas similitudes —en realidad coincidencias— con la vida del emperador, sin embargo, él debe haber sido el reverso oscuro de la dulce historia imperial, porque ha tenido, como le dijo su anciana madre una vez, muy mala suerte. 

En vida conoció la lejanía, el desarraigo, la pobreza, la soledad, la indiferencia de todo un país —de todo un mundo—, la muerte prematura de un hijo y de una esposa, y finalmente, en sus últimos años, la vida sin techo. Kazu decide abandonar el hogar al que había logrado retirarse y en el que apenas consiguió pasar en paz unos años que se cuentan con los dedos de la mano: no quiere obligar a su nieta a atenderlo, así que escribe una carta, coge un tren y se marcha a Tokio. En la muerte, la mala suerte se manifestará en el hecho de que sin luz que le llame ni oscuridad en la que disolverse, ha vuelto al parque en el que pasó sus últimos años, y allí ha quedado estancado, un espectador fantasmal que asiste a la vida anodina de los demás mientras recuerda la suya. El de un tren será precisamente un sonido que ha quedado pegado a él y del que no consigue desprenderse: los imponentes silbidos y traqueteos de una máquina que se aproxima a la estación a toda velocidad, una máquina última como un ángel exterminador bondadoso y temible.

La autora ha construido una historia bella en el dolor: a través de Kazu, Miri nos habla de un Japón en el que una parte de su población, emigrada a la luz de la capital para servir de mano de obra barata, es desechada y abandonada cuando ya no puede seguir cumpliendo su función. En los parques se acumulan personas de mediana edad y ancianos a los que se retira como basura en los acontecimientos importantes para que no manchen el paisaje: la autora conoce este fenómenos de las cazas de primera mano porque acompañó a los sintecho para empaparse de sus vidas y denunciar sus tragedias. También aparecen en las páginas de Tokio, estación de Ueno el terremoto y el tsunami que provocó las explosiones en el reactor de Fukushima: aparecen al final en unos párrafos espeluznantes.

Miri cuenta la soledad con enorme talento. La cuenta así: "Asustados por algo, unos cuántos gorriones salen volando en bandada como alubias de soja esparcidas en el aire durante Setsubun. Las hortensias están en flor. Los pétalos más alejados del centro del racimo son de un lila suave y enmarcan a las flores que están en el interior, más pequeñas y de un violeta más oscuro. Cuando estaba vivo, este tipo de cosas me hacían sentirme muy solo. Los sonidos, el paisaje y los olores se acaban mezclando y disipando, empequeñeciéndose, y siento que en el momento en el que estire mis dedos e intente tocarlo se va a borrar, pero no tengo dedos para poder tocar nada, ni siquiera puedo juntar mis manos. Cuando uno no existe, tampoco puede desaparecer".

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