VALÈNCIA. Al principio de su carrera, James Gray se centró en aquello que mejor conocía, la familia, la inmigración, el sentimiento de desarraigo y la búsqueda de la identidad. Tenía 25 años cuando firmó su ópera prima, Cuestión de sangre (Little Odessa) (1994) en la que comenzó a desplegar sus rasgos de estilo y los temas mencionados a través del mecanismo del thriller en su vertiente más doméstica. Gracias a esta película protagonizada por Tim Roth, Edward Furlong y Vanessa Redgrave, consiguió el premio al mejor director en el Festival de Venecia.
Más tarde confirmaría su talento gracias a La otra cara del crimen (2000), que supondría además el inicio de una fructífera colaboración con Joaquin Phoenix que se extendió a lo largo del tiempo a través de tres películas más.
En cierto sentido, James Gray siempre ha sido un outsider dentro de Hollywood, siempre ha ido por libre incluso dentro del cine independiente. Quizás por esa razón, nunca se le ha relacionado con la generación Sundance, con directores de su edad como Paul Thomas Anderson, Alexander Payne, Darren Aronofsky o Richard Linklater, quizás porque siempre ha entroncado mejor con la línea de cine americano que nos lleva desde Sirk, Lang o Ray hasta Scorsese o Copolla.
Poco a poco ha ido desarrollando una sólida trayectoria con títulos en los que ha explorado la familia y la herencia desde diferentes perspectivas: el noir en La noche es nuestra (2007) y el drama romántico en Two Lovers (2008). Sin embargo, a partir de El sueño de Ellis (2013) se apreció un cambio de perspectiva. Hasta el momento, sus ficciones se habían circunscrito al ámbito urbano a través de personajes que buscaban su lugar en el mundo dentro de ese entorno hostil, con relaciones opresivas y un espacio físico que se limitaba a pequeños apartamentos donde transcurría la acción.
El sueño de Ellis sirvió para abrir de alguna manera el microcosmos del director. Ahora los personajes eran seres que buscaban expandir los límites de su conocimiento. Buscavidas pero, sobre todo, exploradores con ansia de aventuras que se verán abocados a una espiral de obsesión por cumplir sus objetivos.
Es lo que le ocurría al protagonista de Z. La ciudad perdida, un explorador inglés que viajó al Amazonas para trazar una ruta de mapas y, buscando la ciudad del oro, terminó por perder la razón. Y esas mismas ideas son las que pululan ahora también por Ad Astra, en la que James Gray se aproxima al género de la ciencia ficción desde una perspectiva tan metafísica como profundamente humana, sin perder de vista su obsesión por las relaciones paterno- filiales que se sitúan como el pilar fundamental sobre el que se sustenta todo.
El protagonista es Roy McBride (Brad Pitt), un astronauta que ha seguido el camino abierto por su padre, un héroe del programa espacial, Clifford McBride (Tommy Lee Jones) que desapareció años atrás en una misión que pretendía encontrar vida extraterrestre más allá del universo. Ahora, el sistema solar se encuentra en peligro debido a unas misteriosas descargas que proceden del lejano Neptuno, precisamente donde se perdió la comunicación con la vieja nave de McBride. Roy tendrá que cruzar la galaxia para saber si ese padre que lo abandonó siendo pequeño por una causa supuestamente mayor, sigue con vida.
Esta mínima línea argumental le sirve a Gray para proponer una odisea reflexiva íntima sobre los límites del ser humano, la ambición, la soledad y, por supuesto, el gran tema que vertebra toda la obra del director: el poder vampírico de la familia (en este caso del padre ausente) y la frustración del hijo pródigo que intenta demostrarle que está a su altura.
En realidad, Ad Astra podría considerarse como una versión contemporánea del viaje de Telémaco, una space opera de raigambre mitológica en forma de poema épico lírico e íntimo, ya que en todo momento el espectador asiste a la inmensidad del cosmos enfrentada a la voz que surge de la interioridad del protagonista, de manera que tenemos acceso a las más profundas reflexiones de Roy mientras nos adentramos en un viaje imposible hacia las estrellas.
Poco a poco, a medida que nos alejemos de la Tierra, el personaje irá también perdiendo la perspectiva, sumergiéndonos en un trayecto mucho más abstracto y alucinatorio, incluso pesadillesco, en el que el hijo termina por darse cuenta de que en realidad está repitiendo los errores de su padre y quizás por eso también, cargando con su culpa.
Tiene Ad Astra también reminiscencias a Joseph Conrad y El corazón de las tinieblas, con ese viaje de la luz hacia la oscuridad y el encuentro final con el monstruo, con ese ser temible que simboliza la pérdida de la humanidad y te hace enfrentarte a todos tus miedos e inseguridades, en el caso de Roy, al sentimiento de orfandad.
James Gray nos propone una experiencia inmersiva en un universo en el que no hay lugar para la empatía, en el que todo es hostil y adverso, en el que los países de la Tierra siguen peleándose por una pequeña parcela en la Luna y en el que los avances técnicos no han servido para sustentarnos como civilización, sino todo lo contrario, han evidenciado nuestras debilidades como especie mezquina y alienada.
Con esta obra inabarcable, el director se plantea cuestiones fundamentales en torno a la incomunicación, las fronteras de la propia identidad, el desconcierto, al fracaso como forma de reconciliación con uno mismo y todo esto a través de un mecanismo de ciencia ficción impecable y apabullante, con una banda de sonido magnética que sitúa al espectador en un estado de trance y una depuración formal al alcance de los grandes maestros. Una película que va desde lo más grande, el universo, a lo más pequeño, como valorar las cosas que tenemos a nuestro alcance.