VALÈNCIA. El director Adam McKay ha pasado de ser uno de los estandartes de la nueva comedia americana a convertirse en uno de los más agudos (y audaces) retratistas norteamericanos capaces de diseccionar la economía y la política de su país desde los ángulos más incómodos e inesperados.
Entre sus grandes logros en el terreno del humor se encuentra haber sido guionista del programa Saturday Night Live desde 1995 hasta 2001 donde conoció a Will Ferrell, con el que formaría pareja creativa. Juntos crearon la mítica website Funny or Die y escribieron el personaje de Ron Burgundy, la estrella de El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (2004), su primera película juntos y que se convertiría casi de manera instantánea en un clásico contemporáneo. Le seguirían Pasado de vueltas (2006), otro auténtico monumento como es Hermanos por pelotas (2008), la más convencional boddy movie Los otros dos (2010) y, para terminar, Los amos de la noticia (2013), la segunda parte de El reportero.
El director siempre ha logrado insuflar energía trasgresora a sus películas y camuflar un potente discurso satírico detrás de los chistes más grotescos y sin sentido. Ha sabido combinar el disparate con la ingeniería cómica y quizás por esa razón su tránsito hacia el terreno más serio ha constituido un paso, en el fondo, tan lógico como explosivo.
Con su siguiente película, La gran apuesta (2015), consiguió algo al alcance de muy pocos: reformular el género y dotarlo de una nueva dimensión tanto a nivel visual como temático combinando originalidad y buenas dosis de espíritu kamikaze. El resultado fue pura nitroglicerina, un collage que, a ritmo frenético y utilizando múltiples voces y otros recursos como monólogos explicativos en primera persona, trataba de exponer las claves de la crisis económica de forma tan lúcida como entretenida, centrándose en ese grupo de economistas excéntricos que se dieron cuenta de que la burbuja inmobiliaria iba a explotar y decidieron sacar tajada de la hecatombe.
Ahora vuelve, con El vicio del poder a situarse en el lado más oscuro y avieso para contar la historia de su país desde el punto de vista de uno de los hombres más turbios de la política estadounidense de los últimos tiempos, Dick Cheney, a través de un biopic que abarca desde sus borracheras de juventud antes del Watergate hasta su alzamiento como una de las personas más poderosas de Norteamérica bajo el mandato de George W. Bush, que lo convirtió en vicepresidente de la nación.
Como apunta el propio director al principio de la película en una nota introductoria, lo que vamos a ver a continuación es la historia de un auténtico bastardo. Por eso, aunque los acontecimientos se cuenten desde su punto de vista, ahí está siempre la mirada de McKay para ir dirigiéndonos (y advirtiéndonos) a lo largo de un relato que es pura parafernalia (básicamente el mismo mecanismo que utilizó en La gran apuesta), pero que también contiene muchas dosis de vitriolo y sobre todo mucha valentía a la hora de exponer con claridad los juegos de poder y los intereses económicos que definieron las operaciones de Cheney durante buena parte de su carrera política. Entre ellos, sus tejemanejes con las compañías petrolíferas, una de las razones por las que se inició la Guerra de Irak, pero también fue responsable de la implantación de torturas a los prisioneros acusados de terrorismo ayudando a fomentar una espiral de odio y violencia que ha durado hasta nuestros días. Para algunos, el discurso de McKay es poco objetivo y demasiado tendencioso, mientras que, para otros, audaz e inteligente, capaz de introducirse en jardines poco transitados.
En cualquier caso, McKay intenta trazar un interesantísimo arco histórico que nos lleva desde Nixon hasta Trump, para, en cierto modo, intentar explicar el presente a través de los errores del pasado. Por eso, El vicio del poder es mucho más que un biopic de Dick Cheney. Es una implacable disección de la clase política y de la trastienda del poder, de sus bajos fondos morales. También es una película de denuncia en la que McKay se moja de verdad y no deja títere con cabeza. Podríamos definirlo como el Oliver Stone de nuestra década, pero McKay tiene ese sentido del humor y la ironía que siempre le ha faltado al director de JFK: Caso abierto o Nixon.
Es cierto que en ocasiones el disparate formal que rodea a la película resulta demasiado exagerado, en ocasiones grotesco y profundamente irritante (como los propios personajes) pero, sin embargo, el director siempre consigue mantener el equilibrio en ese extraño tira y afloja entre el rigor y la locura que caracteriza buena parte del metraje, de manera que siempre se las arregla para encauzar los posibles tropiezos en el momento preciso.
Algo parecido ocurre con la caracterización de los intérpretes. La mayor parte de ellos se encuentran camuflados bajo capas de maquillaje, pero no llegan a resultar caricaturescos hasta el punto de perder la credibilidad. Christian Bale compone un personaje extremadamente complejo que quizás solo él sea capaz de domar, con esas dosis de ambigüedad y al mismo tiempo de histrionismo. A su lado, una siempre precisa Amy Adams en el papel de la esposa de Cheney, el camaleónico Steve Carell y un burlesco Sam Rockwell que mete muy bien en la piel de George W. Bush.
El vicio del poder es un virtuoso ejercicio de estilo que lleva su planteamiento hasta las últimas consecuencias, por eso en ocasiones agota hasta la extenuación, porque concentra demasiadas ideas en muy poco tiempo, mientras que, a la vez, se encarga de subrayar con brocha gorda ciertos elementos para que todo quede bien claro. De lo que no queda duda es que Adam McKay tiene ambición, energía, ideas y espíritu subversivo como para seguir azotando Hollywood con estupendas películas-dinamita ya sea en el campo de la comedia más pura o en el de la farsa con un poso de conciencia y arrojo.