Ser viejo y perder la cabeza, cruel lotería, de la que nadie está a salvo. Es la otra pandemia, vivida por familias desbordadas por un problema alarmante, el de ancianos víctimas del alzhéimer o de otras demencias. La película ‘El padre’ ha sacado este drama a la luz
Últimamente voy mucho al cine. Me quiero desquitar de tantos meses sin pisar una sala y de paso ayudar, dentro de mis posibilidades, a la gente que vive de este negocio, desde el director afamado hasta el último taquillero. He visto Nomadland, Pequeños detalles y Otra ronda. La última película fue El padre. Sólo estaba yo en la sala C1 del único cine que hay abierto en el centro de València.
Sentado en la butaca 5 de la fila 6, miré a uno y otro lado y, cuando estuve seguro de que nadie me acompañaba, me quité el bozal. No creo que mereciese una sanción por esto. Esa tarde de martes, después de semanas de lluvia y viento, las temperaturas subieron hasta rozar los veinte grados.
Llevaba cierto tiempo queriendo ver El padre, antes de que el protagonista, Anthony Hopkins, fuese galardonado con el Óscar al mejor actor por su extraordinaria interpretación de un anciano con alzhéimer. Cuando observo actuar a un grande del cine, sea Hopkins, Vittorio Gassman, Marlon Brando, Michael Caine o nuestro Fernando Fernán Gómez, siento una insana envidia porque me hubiera gustado ser actor como ellos. Pero me hice periodista.
En un día en que las miradas estaban puestas en las elecciones madrileñas, en las que ganó la opción menos cruenta, me refugié en un cine para disfrutar, y conmoverme, con una gran película. Acertada dirección, excelentes interpretaciones y un sólido guion sustentan una historia que cautiva a quienes se reconocen en Anne, la hija que cuida del enfermo, un ingeniero jubilado, también llamado Anthony, como el actor que le da vida.
Hablar de un padre es hablar de uno mismo, de cómo lo intentas y a menudo fracasas en una relación familiar. Que se lo digan a Kafka. De cómo se puede amar odiando en las horas más oscuras. De las luces y las sombras de una vida en común, del descrédito y la humillación que acarrean los años, del deterioro físico y mental, de la inmensa tristeza de ver a un padre irreconocible por los estragos de la demencia.
Ser padre debe de ser muy difícil. Carezco de autoridad para hablar sobre esta cuestión. No he sido padre. Pero ser hijo tampoco es una bicoca, sobre todo cuando la vida te coloca ante una dolorosa encrucijada, obligado a tomar decisiones terribles que dañarán, lo quieras o no, a terceras personas.
"El padre es el muro que se alza entre el hijo y la muerte. Al morir ya no hay nada que impida que la muerte te alcance en campo abierto"
Se puede amar sin comprender al otro; se puede amar siendo dueño de tus contradicciones, amar con resentimiento en días en que dejas de ser la persona mesurada y agradable que todos conocen, y es entonces cuando la ira te vence. De todas formas, es casi imposible mantener el equilibrio, la cabeza fría, cuando todo lo que creías sólido se desmorona, y el hijo está pendiente, a cada hora, de las llamadas perdidas del cuidador del padre, y se familiariza con el lenguaje oscuro de los médicos y de las enfermeras. Y conoce por experiencia lo que es ver cambiar pañales, limpiar la mierda y los orines del anciano, contar las pastillitas de la noche, pedir cita con el especialista, tramitar las ayudas de la dependencia —que llegan tarde y mal—, gestionar los últimos años de la basura.
La vejez, gran putada, ¡eh!, no sale en el horario prime time de la tele. La vejez, asociada a la enfermedad mental, es la otra gran pandemia, y no hay vacunas para ella. Porque hemos olvidado lo que significa la compasión, el lenguaje maravilloso de la piedad.
Por lo general, un hijo llorará a su padre cuando falte. Porque nadie ni nada llenará su vacío. Cuando llegue ese momento, ese hijo sentirá un sentimiento de orfandad y ternura por la persona que ya no está y que lo intentó con más fracasos que aciertos porque las cosas, con frecuencia, salen regular. Y no le quedará claro al hijo quién fue su padre, si lo llegó a conocer en realidad, porque los muertos son seres que arrastran el prestigio de lo misterioso.
Sólo le quedará una certidumbre al hijo: que la muerte del padre —o de la madre—le dejará solo frente a la muerte. Se lo leyó a Martin Amis y le compró la idea. El padre es el muro que se alza entre el hijo y la muerte. Al morir ya no hay nada que impida que la muerte te alcance en campo abierto.
Todo esto lo escribo un día después de haber visto El padre, una hermosa y tristísima película que tiene a un gran actor galés como protagonista. Por gente como Anthony Hopkins —¡cómo no recordar su Hannibal Lecter!— merecerá la pena seguir yendo al cine hasta que nos cierren la última sala.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto