VALÈNCIA. David Robert Mitchell debutó en 2010 con una coming-of-age indie titulada El mito de la adolescencia, pero realmente no se daría a conocer hasta su segundo trabajo, It Follows (2014), en el que reformuló el slasher de los ochenta a través de una óptica tan imaginativa como al mismo tiempo respetuosa con sus materiales de origen para narrar el acecho de una sombra espectral a un grupo de amigos que iban pasándose la maldición unos a otros a través de las relaciones sexuales que mantenían entre ellos, como si del contagio de una enfermedad venérea se tratase.
Ahora vuelve a sorprender con su última película, Lo que esconce Silver Lake, que presentó en el pasado Festival de Cannes, en la que demuestra su capacidad para reciclar referencias y construir a través de ellas un dispositivo totalmente nuevo que entronca con la sensibilidad contemporánea.
El director quería hablar de Hollywood, de la ciudad de los sueños perdidos donde todo se mide por el éxito, el fracaso, donde todo el mundo se oculta tras la máscara de las apariencias. Un lugar que a simple vista parece idílico, en el que se suceden las fiestas en las piscinas de enormes mansiones, pero en el que todo el mundo está solo.
Robert Mitchell se encarga de escarbar en la cara más oculta del sueño americano, y lo hace, al igual que David Lynch en Mullholand Drive, convirtiendo la realidad en pesadilla. Los contornos de esa realidad comenzarán a difuminarse y nos instalaremos en el subconsciente del protagonista, Sam (Andrew Gardfield), en el laberinto de su mente, llena de datos y de referencias que configuran su conocimiento alrededor de cultura popular a lo largo de los años y que solo parecen adquirir un sentido para él.
La película se encuentra configurada como una especie de mapa del tesoro. Sam sería el detective que busca pistas que lo llevan de un lugar a otro, pistas que se encuentran contenidas en canciones de grupos post-hippies o en cartones de cereales. Poco a poco irá introduciéndose en el subsuelo de esa ciudad, irá conociendo sus secretos más ocultos, rascará la superficie para llegar a la verdad, aunque esa verdad resulte incomprensible.
Podríamos definir ‘Lo que esconde Silver Lake’ como un neo-noir, pero son muchos los géneros que se apuntan en la película, como si el director no quisiera renunciar a ninguno de ellos, en concreto al fantástico, no solo a través de la visualización de algunas leyendas urbanas, como la de la mujer búho que por la noche se introduce sigilosa en los apartamentos para matar a sus víctimas, también a través de la sensación onírica y de extrañeza general, de la atmósfera espectral en la que cada elemento parece cumplir una función determinada, desde las mofetas que marcan su territorio hasta las letras de un tema de R.E.M.
David Robert Mitchell dispara a golpe de metralleta toda una serie de referencias pop que nos llevan desde el cine mudo y la estrella de El séptimo cielo Janet Gaynor, hasta desembocar en los movimientos contraculturales, el cómic underground, la revista Playboy y las teorías conspiratorias. A veces la película parece sacada de la mente del escritor Thomas Pynchon, otras una adaptación millennial de una cinta de suspense de Alfred Hitchcock.
El personaje de Sam parece representar el desencanto de toda una generación, la de los treintañeros que crecieron al amparo de la sociedad del bienestar y que no han sabido adaptarse a los tiempos de crisis quedándose anclados en el pasado. Es hijo del grunge, de la cultura del videojuego, está entre Kurt Cobain y Súper Mario Bros. Su relación con el género femenino es de simple voyeur, por eso se obsesionará cuando vea a una joven en bikini que parece Marilyn Monroe a punto de zambullirse en una piscina. Ella es Sarah (Riley Keough), su película favorita es ‘Como casarse con un millonario’ y precisamente esa es su gran obsesión en la vida.
El director nos sumerge en un panorama de lo más decadente donde las jóvenes aspirantes a actrices tienen que sobrevivir ejerciendo la prostitución, donde hay asesinos de perros, sectas y catacumbas preparadas para ascender a otra dimensión. Son muchos los secretos que esconde la película. Algunos se descifran y otros no. Puede que el director peque de ambición por culpa de esa necesidad casi obsesiva de meter demasiadas cosas en muy poco tiempo. Pero el recorrido resulta apasionante, adictivo y en muchas ocasiones revelador, sobre todo a la hora de destruir mitos, dilapidar conceptos generacionales y mostrarnos la mentira en la que estamos instalados, esa farsa que construimos a nuestro alrededor para que todo tenga sentido.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto