VALÈNCIA. Dario Argento estrenó Suspiria (1977) en uno de los momentos más álgidos de su carrera, después de una de sus obras cumbres, Rojo oscuro (1975), en la que logró dotar de una enorme contundencia expresiva a todas las experimentaciones formales y narrativas dentro del género giallo que él mismo había ayudado a formular. Sin embargo, con Suspiria cambió de óptica, se introdujo en un nuevo territorio, abandonó a los psicópatas y su subconsciente retorcido para insertarse dentro del ámbito más puramente sobrenatural.
Para ello se inspiró en los ensayos fantásticos de Thomas de Quincey, en ‘Suspiria de profundis’ y en su relato ‘Levana and Our Ladies of Sorrow’ de donde extrajo la idea de las Tres Madres, tres seres ancestrales generadores de maldad, contrapuestos a las Tres Gracias, alrededor de los que configuró una rica mitología: Mater Suspiriorum, Mater Tenebrarum y Mater Lacrimorum. La primera, con sede en Alemania, protagonizó Suspiria, la segunda, agazapada en Nueva York, fue la estrella de Inferno (1980) y la trilogía concluyó de forma más deslucida con un último episodio, La madre del mal (2007), que parecía una parodia de esos dos grandes títulos.
En Suspiria, Dario Argento fue capaz de abrir la puerta hacia un mundo de fantasía macabra en el que todo era posible. Cuando Susi Bannion activaba el lirio azul de la puerta secreta, Alicia pasaba al otro lado del espejo.
La realidad se distorsionaba desde los primeros acordes a ritmo del rock progresivo e hipnótico de la banda Goblin capitaneada por Claudio Simonetti. La imaginería que desplegó Argento con la fundamental ayuda en el guion de Daria Nicolodi, parecía evocar los cuentos de Disney en su versión más oscura, una especie de ‘Blancanieves y los siete enanitos’ en clave ocultista y esotérica. La película quedó incrustada en el imaginario colectivo como una de las obras cumbre del cine de terror de los setenta por muchas razones: El uso de Technicolor, de esos expresionistas colores chillones que dotan de una enorme suntuosidad plástica a cada una de las imágenes, la música de Goblin cuyo leit motiv a modo de nana entre mágica y perversa se quedaba para siempre en la cabeza, la planificación secuencial y la elaboración estilizada de cada uno de los encuadres a través de una retorcida sofisticación formal, la arquitectura art-decó de cada una de las localizaciones, la estética modernista y, en definitiva, por la originalidad e imaginación que emanaba de cada escena.
El proyecto de hacer una lectura contemporánea de Suspiria estuvo durante años danto vueltas. Fueron muchos los directores que se interesaron en el proyecto hasta que cayó en manos de Luca Guadagnino. Su intención nunca fue realizar una copia exacta del capolavoro de Argento sino hacer una nueva de reinterpretación que sirviera para ampliar su universo. Para ello decidió dar un peso específico al contexto histórico en el que se ubicaba la trama, ese inhóspito otoño de 1977, conocido como el Deutscher Herbst, un momento de una enorme convulsión en la sociedad alemana que pasaría a los anales de la historia por una serie de sucesos, entre ellos el secuestro del avión Landshut de Lufthansa y el suicidio de algunos de los cabecillas de Baader-Meinhoff que estaban en la cárcel. Estos acontecimientos que atestiguan el enorme grado de crispación ideológica de la sociedad y la violencia tanto urbana como política del momento, se cuela por las rendijas de la nueva Suspiria.
Así, cuando la nueva Susi Bannion (Dakota Johnson) llega al aeropuerto desde un pueblo perdido de la América Profunda procedente de una familia de origen amish para estudiar en la academia de ballet con más renombre de la Vieja Europa, se encontrará con un estado de agitación que tiene mucho que ver con el nuevo equilibrio que pretende restaurar el Sabbat de Brujas que lidera Helena Markus desde las entrañas de la escuela.
Guadagnino quería establecer un paralelismo entre esas dos guerras que se están librando en Berlín y que tienen una misma raíz: desestabilizar el orden establecido. Se trata de una cuestión de poder. El director plantea el aquelarre como un gineceo de mujeres que se agrupan para adquirir fuerza hasta el punto de que esa pulsión femenina se convierte en un acto político. “Cuando las mujeres decimos la verdad, se creen que son delirios”, se dice en uno de los momentos. Pero dentro de ese cónclave también hay intrigas entre dos bandos enfrentados, al igual que ocurría en la Alemania del momento: el sometimiento contra la rebeldía.
En algunos momentos, casi podríamos decir que nos encontramos en una de esas películas activistas que Fassbinder hizo en torno a ese periodo, algo que la presencia de su esposa y musa Ingrid Caven no hace sino reafirmar.
Es sin duda uno de los aspectos más interesantes que propone esta nueva versión. Sin embargo, Guadagnino peca en ocasiones de ambición al intentar introducir en el subtexto de la película el sentimiento de culpa por parte de la sociedad alemana con respecto al genocidio nazi (el personaje del doctor Josef Klemperer encarnado por una Tilda Swinton que se transfigura en varias ocasiones, resulta prescindible) y las heridas en el subconsciente de colectivo de esos acontecimientos demasiado cercanos como para ser olvidados. También el tema de la religión, de la represión de los impulsos, de la necesidad de liberarse a través del deseo se encuentran presentes en la película.
El director siempre se había caracterizado por representar el deseo y el hedonismo en sus anteriores películas. En Suspiria la pulsión de sexo se convierte en la expresión de la carne. Todo pasa por el cuerpo, por sus vísceras, por el retorcimiento de los huesos en una danza de muerte primitiva y animal. Precisamente la representación de las escenas de baile son la llave maestra para emparentar la experiencia sensorial que contenía la película original con esta versión en la que lo abstracto se convierte en una celebración de lo físico.