VALÈNCIA. El escritor Robert Perišić tenía 20 años cuando Yugoslavia se desintegró. Formaba parte de la última generación del socialismo, la que veía con ilusión los cambios en Europa con la Perestroika y la caída del muro, pero que se encontró con una guerra que marco un antes y un después en toda la región. Como resultado, el estancamiento se acusó en muchas zonas, la emigración se intensificó y cultural y socialmente hubo un regreso al nacionalismo y la tradición, con su patriarcado inherente, que descolocó a buena parte de estos jóvenes, educados en otros valores y con otras aspiraciones vitales.
Su novela Područje bez signala (Zona sin cobertura) contaba la vida de un pueblo de la ex Yugoslavia que había sufrido especialmente los estragos del declive comunista, la guerra y la llegada del capitalismo en su peor versión. No era ningún pueblo en concreto, sino un lugar ficticio “entre Oriente y Occidente”, es decir, en los Balcanes.
Ciertamente, Croacia, Serbia, Bosnia, Macedonia y Montenegro pueden tener un pueblo como Nuštin, el ficticio de la serie. Hay una industria obsoleta arruinada, primero, y saqueada, después. Una generación de prejubilados con cierta tendencia al alcoholismo que tiene a sus hijos y nietos en Estados Unidos, Escandinavia, Francia o Alemania. Un cacique local que controla todos los negocios de entidad que se hacen en el pueblo. Y una juventud paralizada, que no ha logrado marcharse al extranjero o a la capital y que sobrevive sin muchas expectativas, entretenidos con las infidelidades entre las parejas del pueblo y ese tipo de alivios. El panorama podría ser también el de la España vaciada, pero aquí no hubo una guerra en los 90.
Partiendo de esa base, el argumento de la serie plantea el extravagante argumento de unos conseguidores de Zagreb, la capital, que han recibido el encargo de un magnate de Oriente Medio que necesita el recambio de una turbina que ya no se fabrica. Casualmente, herencia del Movimiento de los No Alineados, esa turbina se hacía en Yugoslavia, con lo que aún se puede resucitar una planta y tratar de satisfacer el pedido.
El pueblo en cuestión alucina cuando se reabre la fábrica y vuelve a ponerse en marcha el sistema de autogestión socialista para trabajar. En la serie se plantea como una especie de movimiento asambleario, pero era mucho más. Fue una verdadera hermandad entre los trabajadores, que establecieron fuertes lazos entre ellos que duran hoy, treinta años después de la desaparición del sistema y de su país, pero también fue un foco de corrupción, nepotismo y pérdida de dinero en planificaciones antieconómicas. Muchas de estas fábricas pasaron a valer un dinar en cuestión de segundos, las acciones de los trabajadores se volatilizaron.
Hay muchas películas yugoslavas que criticaban este sistema, como el clásico Majstori, majstori, pero en esta serie la mirada es desde la nostalgia. Los sistemas comunistas encerraron muchas paradojas. Una de ellas es que por la carestía constante de bienes elementales, la unión entre trabajadores y entre vecinos era vital. Siempre te faltaba algo y siempre alguien cercano te lo podía facilitar. Necesitabas a la gente, crear comunidad, cuidar a los demás, porque dependías de ellos. Es decir, ya que el sistema era un desastre, la gente de a pie tenía que recurrir “al comunismo” para sobrevivir.
La serie añora ese aspecto de la vida, que hoy sobrevive a duras penas, porque la norma más que la excepción es una competitividad extrema para luchar en el nepotismo que domina cualquier aspecto de la vida laboral actual. Para un público que sepa identificar estos símbolos, la serie es realmente triste y hermosa al mismo tiempo. Exalta lo mejor de una sociedad, pero todos sabemos que todo eso está siendo asfixiado y pisoteado por el presente.
El público español, sin embargo, podrá quedarse igualmente con el desarrollo de la trama. Aquí no se ha conservado el título original de la serie, Zona fuera de cobertura -aludiendo a los pueblos donde todavía te va el móvil regular-, se ha elegido El último artefacto socialista en referencia al desenlace de la serie, que en mi humilde opinión es una de las ideas más graciosas que he visto en mi vida. Puro humor negro. De hecho, me entran ganas de leerlo en la novela, que solo está traducida al inglés, porque seguro que en negro sobre blanco es todavía más punk. Encierra múltiples lecturas y te sigues riendo con todas ellas días después.
Sin duda, con el cambio de título, Filmin ha logrado atraer a un público como Pablo Iglesias, que recomendó la serie en X y la mencionó en un artículo en Ctxt, o sus amigos Los Chikos del Maíz, que ya exhibieron su particular yugonostalgia en la canción Que vuelva Yugoslavia, cuya letra, para no dejar las paradojas, en la Yugoslavia de Tito habría sido prohibida por nacionalista e incitar al odio étnico y sus autores duramente multados o ingresados en prisión. Frases como “que borren a Kosovo del mapa” o “contra el perro croata, bomba de racimo”, muestran sintonía con la ideología que, precisamente, destruyó ese país.
Aquí la yugonostalgia es el quebranto de ancianos con nietos e incluso algún hijo que apenas hablan su lengua, hombres justos incapaces de sobrevivir en un mundo injusto que se encierran en sí mismos en un suicido a cámara lenta, o una juventud que no se cree ni las mentiras del capital, ni las de la política, ni las de la cultura, pero sabe jugar con todas ellas para conseguir la supervivencia. Durante los años 90, veíamos todos estos ecosistemas como algo distante, pero treinta años después, están tan lejos, tan cerca…