Este domingo cumplimos 23 días de confinamiento. Aisladas. Encerrados. Solas. Solitarios. Unidas. Tres semanas que no parecen reales, que corren silenciosamente en el calendario, llevándonos hacia una primavera que huele en el azahar de los naranjos cercanos y que calienta con un potente sol mediterráneo. La ausencia de actividad nos deja cada día un cielo azul, intenso y transparente. La tierra sigue su vida y los brotes primaverales asoman en los balcones, en el parque, en los huertos urbanos. Como en la tierra, brotamos cada tarde, nos asomamos a la calle desierta para aplaudir, cada vez con más fuerza y esperanza. Cada día es uno menos en esta maldita agenda. Hemos construido nuevos afectos que seguirán activos tras el paso de la pandemia. Estamos llorando la ausencia de personas cercanas, la muerte diaria que nos ronda, el cansancio del personal sanitario, las emociones contenidas, la impotencia. Sentimos a las personas mayores confinadas desde hace años en residencias y centros geriátricos, las trabajadoras y trabajadores de estos centros que están luchando cada día por sobrevivir y salvar vidas. Las personas que sirven cada día tras cajas registradoras, quienes transportan víveres, quienes pescan, siembran y cosechan, quienes limpian nuestras calles.
Como la tierra, brotamos cada tarde, nos asomamos a la calle desierta para aplaudir, cada vez con más fuerza y esperanza.
Un vecino pasa el domingo en el balcón, tendido al sol del mediodía, luego al de la tarde, y al atardecer, otros vecinos harán sonar la música, agradable o estridente, según las ventanas habitadas. Otra vecina se lamenta por un riesgo laboral no previsto, y Carmen, mi vecina, cada día repite como un mantra: hasta dónde llegaremos, madre mía. En su familia hay dos sanitarias, dos mujeres que están dejándose la piel cada día. Aplaudimos por ellas, por todas y por todos. Carmen se asoma al balcón buscando algún sonido, alguna conversación, igual que hacemos todos, porque la calle estaba demasiado silenciosa, y este sábado era un día precioso, luminoso. Otro domingo comiendo en soledad, otro día que se detiene y avanza simultáneamente.
Esta crisis no es el fin del mundo, sino el fin de un mundo, como dice el filósofo Daniel Innerarity. Lo que se acaba (se acabó hace tiempo y no terminamos de aceptar su fallecimiento) es el mundo de las certezas absolutas, el de los seres invulnerables y el de la autosuficiencia. Mi amigo M.G. escribía en WhatsApp que el confinamiento está enseñándonos muchas cosas, entre ellas qué es aquello realmente necesario. Porque ya lo decía Doris Lessing: sentimos menos necesidades al sentir más las de los otros. Pero la realidad es una verdad a medias. Tenemos una solidaridad de clase. Hablamos del yo y hemos borrado a los otros. Y como ha dicho esta semana Manuel Castells, podemos ir hacia una crisis económico-social o hacia una nueva cultura del ser, que es necesaria para sobrevivir.
Tenemos una larga trayectoria de resistencia, y sabemos que pasarán varios meses hasta que puedan verse las primeras luces de este túnel
Las cifras nos erizan la piel, el virus sobrepasa los picos previstos y nadie sabe el final de esta historia, de esta distopía que no lo es pero posee indicadores comunes, según su significado: la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. Un planeta confinado, detenido, enfermo. Sin distinción. Solo respira el aire sano que está dejando la parálisis industrial y humana. Parece una venganza del medio ambiente y de la justicia social. Tenemos una larga trayectoria de resistencia, y sabemos que pasarán varios meses hasta que puedan verse las primeras luces de este túnel. Van a cambiar muchas cosas y tendremos que prepararnos. Tras esta experiencia, quizás, nos importen otras cosas, aquellas pequeñas cosas, por ejemplo, que hemos ido olvidando, arrinconando, infravalorando.
Estamos llorando la ausencia de personas cercanas, la muerte diaria que nos ronda, el cansancio del personal sanitario, las emociones contenidas, la impotencia.
Debemos prepararnos para renacer, recuperar, reconstruir, resignarnos, para restaurar las emociones y todas las acciones precisas dirigidas a ser mejores personas, mejores gobernantes y una mejor sociedad. Debemos saber, también, que lo más importante viene desde abajo, desde la base de la sociedad, desde lo más pequeño, desde la economía social y de proximidad, desde las relaciones más humanas. Además, ya sabemos, -ya sabíamos-, el importante valor que tienen los servicios públicos, los mismos que la derecha ha querido desmantelar tantas veces, y que habrá que priorizar tras esta pandemia con más atención e inversiones en sanidad, investigación científica y educación. Nosotras y nosotros debemos ser los auténticos protagonistas del sistema. Nuestras luchas y nuestros sueños.
Estamos aprendiendo a gestionar el miedo y la ansiedad, la soledad no deseada, las ausencias, la inexperimentada situación que vivimos. Inexperimentado, así definía ayer el filósofo Emilio Lledó, en El País, este momento. ¿Pero esto, qué es esto, dónde está aquí la violencia, qué es esta tranquilidad silenciosa que nos amenaza, ese peligro que no se oye, dónde está ese virus inodoro, incoloro e insípido?. Ojalá este virus nos fuerce a salir de la caverna, de las sombras y la oscuridad que nos aprisiona. Quisiera que sea así, pero me preocupa que esto sirva en cambio para ocultar otras pandemias gravísimas, plagas como el deterioro de la educación, de la cultura y del conocimiento.