la encrucijada / OPINIÓN

Las calidades democráticas

Foto: Jesús Hellín/ EP
1/11/2022 - 

Cuando se habla de calidad democrática, suele ser común que el análisis se centre en la vida parlamentaria, la efectiva división de los poderes del Estado o en el funcionamiento de los partidos políticos y de los procesos electorales. En cada caso se someten a escrutinio las reglas de juego formalmente establecidas, las convenciones con origen en la tradición y el consenso, la aparición de nuevos instrumentos, como la utilización de las tecnologías de la información, y las desviaciones del orden establecido causado por el uso irregular de las leyes.

Uno de los ámbitos más vigilados es el constituido por las instituciones parlamentarias. Su naturaleza representativa de la voluntad ciudadana le confiere una acusada importancia, singularizada en el respeto a las minorías y la facilitación de su labor opositora. La calidad democrática se asienta más en la capacidad de control de la oposición, excluido el filibusterismo u otros manejos malintencionados, que en los cauces de acción permitidos a las mayorías.

No obstante, la calidad democrática trasciende los límites de la esfera parlamentaria y de las ocupadas por los restantes poderes del Estado. La trasciende porque existe otro tipo de calidad que depende, sobre todo, de la identificación de los ciudadanos con la organización y funcionamiento democráticos de las sociedades a las que pertenecen. Una organización que, para conseguir grados crecientes de encaje con las preferencias de los poseedores últimos del poder democrático, precisa acotar y superar con éxito las contradicciones propias de nuestro tiempo: un momento histórico en el que se han acumulado graves crisis, irrumpido grandes cambios tecnológicos cuyas consecuencias sólo se conocen en parte e instalado una más que justificada preocupación por el futuro medioambiental del planeta y sus derivadas, entre las que se halla la desigualdad climática.

Un momento, el presente, en el que, tras el paréntesis globalizador, resurgen testigos de aquel ayer en el que se elevaba la altura de las fronteras, se tensionaba la competencia geopolítica y se consolidaban liderazgos basados en el desguace o el directo rechazo de las libertades y los contrapesos del poder. Una nueva era que, más que Estados, necesita de una gran metamorfosis de Europa.

Asamblea General de Naciones Unidas. Foto: LEV RADIN / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO

En ésta, la Unión Europea puede cerrar los ojos y convencerse de que continúa siendo portadora de su exclusiva y potente calidad democrática. Una autosugestión que no resulta creíble a los ojos de diferentes sectores de su propia población ni a la de otros países. La seductora, sabia y próspera Europa es cierto que ha sabido edificar un resiliente modelo social de mercado. Un modelo alentado por el resultado de la II Guerra Mundial y las ansias de pacificación, interna y externa, existentes a lo largo y lo ancho de una Europa despedazada y sufriente. Un modelo legitimado, a continuación, por la extensión de una prosperidad económica compartida que ha impulsado la integración de nuevos socios y la ampliación de las políticas comunes.

Pero, más allá de logros indiscutidos, la confortabilidad e introspección del ser europeo ha auspiciado un estancamiento facilitador de importantes fisuras. Así ocurre con la atención prestada a una idea estática de bienestar que no incorpora, o lo hace con gran dificultad, los cambios sociales (envejecimiento, natalidad, migraciones, estancamiento de la movilidad social) y tecnológicos; una percepción de esclerosis que se afianza con la mirada miope e introspectiva que aleja la Unión de nuevas políticas de seguridad, defensa e internacional.

Una Unión que acepta con tóxica naturalidad un doble rasero: el que ensalza con grandilocuentes palabras la cohesión europea mientras, simultáneamente, avanzan las fuerzas que polarizan ideológicamente a la ciudadanía en terrenos muy agrestes para la convivencia. Una Unión que esparce abundante incienso sobre su cooperación internacional, mientras compra la voluntad de terceros países para que intervengan como gendarmes de la emigración oriental y africana. Todo ello aderezado con el ejercicio de una coherencia política ramplona que permite la presencia de islotes autoritarios en la propia geografía de la Unión.

Y, junto a lo realizado o permitido, las consecuencias de los errores cometidos. La tibieza, cuando no el frío displicente que acompañó la aproximación ruso-europea tras la caída de la URSS; la desigual aceptación de Asia como actor de la nueva multipolaridad internacional y la deseable altura de las relaciones conductoras de objetivos comunes; el desmayo de la Unión como partner de la nueva África y la permanencia del aliento exclusivista de las antiguas metrópolis; la reiteración de los ejercicios europeos de disimulo ante el eterno conflicto israelí-palestino; la continuidad de esa Europa propagandista de los derechos humanos que, al mismo tiempo, cierra sus ojos ante la despiadada ignorancia de los derechos humanos, especialmente en los Estados dotados de ricas chequeras.

En un tiempo de incertidumbre, de pérdida de protagonismo internacional y de erosión interna de la Unión Europea, lo que permanecen son los valores. Los que, tras las tragedias continentales, han dado razón de existir al espacio europeo. Seguimos siendo herederos de la Ilustración y de un sentido anhelo de paz. Ahora, en este confuso inicio del siglo XXI, tenemos la oportunidad y el deber moral de rehabilitar aquellos pilares, relevando los dobles lenguajes y el fariseísmo con el habla y la acción de decisiones coherentes a largo plazo.

Coherentes con la visión de lo que interesa al conjunto del planeta y de quienes lo habitamos, superando el síndrome del eurocentrismo y ampliando el catálogo de políticas tejedoras de un nuevo ethos europeo. Y, con ello, abordar un siglo XXI en el que no se podrán evitar todas las contradicciones, pero sí priorizar un imperativo categórico: el que sitúa por encima de todo el aseguramiento de una existencia pacífica alérgica a las grandes desigualdades. Incluso, si el precio para ello es la disolución de las fronteras políticas en un orden mundial de cooperaciones básicas y estables imantadas por los nuevos problemas existenciales de la Humanidad.

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