VALÈNCIA. “¿El dinero no te pone cachonda?”. Que aparezca en una película esta frase ya supone toda una declaración de intenciones. Estafadoras de Wall Street no se anda por las ramas a la hora de poner sobre la mesa desde el principio cuáles son sus puntos fuertes, sus armas de seducción secretas. A saber, muchas dosis de ordinariez, estética chabacana, empoderamiento femenino a través de la picaresca y la erótica del poder y una espectacular Jennifer Lopez dispuesta a demostrar que su energía y su carisma no se circunscriben únicamente a una cuestión de físico. Aquí, la cantante y actriz, ha venido a arrasar. Y lo sabe.
La película está basada en un artículo de Jessica Pressler aparecido en 2015 en la revista New York titulado ‘The Hustlers at Scores’ en el que la periodista entrevistaba a dos mujeres condenadas por drogar a ejecutivos para sacarles el dinero de sus tarjetas de crédito en clubs nocturnos de Nueva York.
La directora Lorene Scafaria (Buscando un amigo para el fin del mundo, Una madre imperfecta), leyó el artículo y encontró en sus páginas no solo una gran historia de amistad, sino también un relato de supervivencia en tiempos difusos.
Mientras que Sofia Coppola se basó en otra historia real que apareció en páginas de Vanity Fair para componer en The Bling Ring una fábula adolescente sobre la cultura de las apariencias a través de un grupo de adolescentes que robaba ropa de marca de las mansiones de las celebrities, Lorene Scafaria utiliza el texto de Pressler para hablar de relaciones de poder, de dinero y de cómo conseguirlo en un momento y un lugar (el estallido de la crisis económica) en el que los valores morales saltaron por los aires.
En realidad, Estafadoras de Wall Street se encuentra más próxima al espíritu de La gran apuesta que al de Magic Mike, sobre todo si tenemos en cuenta que Adam McKay es uno de los productores, incluso al cine de Martin Scorsese en versión sexy y feminista.
Scafaria nos cuenta paso a paso y de forma muy didáctica la burbuja económica antes de la quiebra de los mercados financieros a través de los excesos de los hombres-blancos-ricos-poderosos de Wall Street que se creían los dueños del mundo pagando por ver bailar a una mujer desnuda y cómo tras la hecatombe que supuso el fin de una era, esas mismas mujeres que hasta el momento habían sido consideradas como objetos de deseo pasan a la acción para cambiar las reglas del voraz capitalismo. Ahora ellas tienen el control.
La directora obvia los detalles truculentos que puede llevar implícito trabajar en un club de striptease y opta por no rascar en las miserias más de lo necesario, aunque no por eso nos encontramos ante una película pacata o conservadora.
Destiny (Constance Wu) es una chica que intenta ganarse la vida como puede para mantener a su abuela, la única figura materna que tiene después de que su progenitora la abandonara cuando era pequeña. A través de ella nos adentraremos en un submundo de hombres trajeados lanzando billetes a mujeres contoneándose en una barra de pole-dance. Allí conocerá a la reina del lugar, Ramona (Jennifer Lopez) que le enseñará todos los trucos para prosperar en ese entorno decadente. Su unión hará la fuerza, porque la película, a su modo, también es una oda a la sororidad. Y todo les irá de maravilla hasta que el 15 de septiembre de 2008 el mundo salte por los aires. Adiós a los billetes en el tanga, adiós a la promesa de una vida mejor.
Como dice Ramona en otra de sus frases memorables, “esta ciudad, este país entero, es un club de striptease. Hay gente arrojando dinero y gente bailando”. Y ellas, por supuesto, quieren seguir bailando. Pero para eso tendrán que saltarse la ley, aprovechar sus recursos y de paso vengarse de ese patriarcado que no solo las utilizó para satisfacer sus fantasías, sino que también se encargó de hundir la economía mundial y robar a todo el mundo.
En los últimos tiempos el cine procedente de Hollywood no escatima discursos de una enorme ambigüedad en sus productos mainstream. Si Joker resulta discutible a la hora de glorificar a su protagonista enajenado pero tenía la valentía de lanzar cuchillos contra el sistema, Estafadoras de Wall Street, desde un punto de vista más lúdico pone sobre la mesa temas controvertidos sin resultar complaciente o moralizadora, sino todo lo contrario, obligándonos a reflexionar y a hacernos preguntas incómodas sobre el mundo en el que vivimos, como el culto a lo material, que se manifiesta en la película a través de la necesidad compulsiva de los personajes de comprar ropa de marca como forma de legitimarse.
Sus protagonistas también conectan con esta nueva sensibilidad a la hora de poner el foco en colectivos marginales, humillados por la sociedad para dotarlos de dignidad, en un tratamiento similar al utilizado en la serie Pose. Esa manera de adentrarnos en la subcultura, de tratar con el máximo respeto a seres tradicionalmente vilipendiados tiene algo de épica redentora. Y sí, son excesivos, quizás en ocasiones demasiado caricaturizados, pero forma parte del juego. Porque además de todo lo mencionado, Estafadoras de Wall Street también es un cóctel explosivo de diversión desinhibida a ritmo de canciones pop que nos llevan desde Janet Jackson hasta Lorde, pasando por un antológico número de baile a cargo de una acrobática Jennifer Lopez mientras suena Fiona Apple y las apariciones estelares de Cardi B y Lizzo. Es todo tan energético, tan modélica su mezcla de géneros (drama íntimo, relato criminal) que su fuerza provocadora, su ritmo y su destreza a la hora de subvertir arquetipos la convierten en una apuesta ganadora.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto