Tras acabar el Campeonato de España bromeaba Ramón Cid, gran entrenador de atletismo y mejor conversador, con que no se atrevía a agacharse por si le sobrevenía alguna sorpresa desagradable. Y hacía el chiste, en un intento inútil por sofocar su rabia con humor, después de un fin de semana lleno de frustración en el que dos errores incomprensibles de los jueces arruinaron, muy probablemente, dos medallas de oro de sus atletas Teresa Errandonea y María Vicente. Una se fue de la pista indignada; la otra, llorosa.
Minutos más tarde, en la zona mixta, Sara Gallego, una magnífica corredora de 400 metros vallas, rompía a llorar desconsolada al ver a su madre, periodista de ‘Carrer Lliure’, porque sentía que había fracasado, esfuerzo sin medalla, en la final de los 400 metros. Y por allí había pasado la víspera Enrique Herreros abatido y mudo, como otros tantos, porque había sido incapaz, una semana después de proclamarse cómodamente campeón de España sub 23, de meterse en la final absoluta de los 1.500.
Las cámaras y las crónicas de los plumillas se centraron esos tres días de los Campeonatos de España en las hazañas. En triunfadores como Esther Guerrero, Xenia Benach, Ana Peleteiro, Óscar Husillos, Asier Martínez o Álvaro de Arriba. E ignoraban, lógicamente, las historias de dolor y sufrimiento que, quizá, sean las más abundantes por el esfuerzo y las expectativas que exige el atletismo.
Hay un atleta que sabe mucho de esto. Se llama José Emilio Bellido y es un gran desconocido para el gran público a pesar de ser uno de los que ha subido más veces al podio de los Campeonatos de España. El benicense vive resignado desde hace tiempo a su papel de secundario. Y pocas veces ha levantado la voz, pero está harto de su mala suerte y de la imagen de veterano que proyecta y le restriegan por la cara desde antes incluso de cumplir los treinta.
El atleta del Playas de Castellón salió del Campeonato de España con otra medalla, esta vez de bronce. Es la novena -¡la novena!- que ha ganado bajo techo y la logró saltando una vez más por encima de los 16 metros, algo que ha logrado en doce años de su carrera; una gran demostración de regularidad. Bellido, además, ha ganado otras seis medallas al aire libre, así que tiene en casa quince medallas de Campeonatos de España absolutos. Pero la historia es que entre esas quince medallas no hay ninguna de oro. Y eso le ha causado dolor.
Bellido tiene 33 años, una edad en la que muchos atletas y deportistas están en su plenitud, pero su poco pelo y esa aura de hombre de otro tiempo acentúan la sensación de que es un saltador que está al lado de la puerta de salida, una imagen que le hastía. “La verdad es que estoy harto. Es que me llevan haciendo la broma del abuelito desde que tenía 29 años. Y no, no me hace gracia”.
No le hace gracia porque no es ningún abuelito, pero, sobre todo, porque detrás de sus saltos por encima de los 16 metros hay mucho esfuerzo y mucho sacrificio. Porque nunca ha salido de un Nacional como el número uno, pero lleva media vida estando muy por encima de casi todos los saltadores de triple de España.
El atleta del Playas de Castellón suma tres años compaginando el deporte con el trabajo. Pero no un trabajo cómodo sentado en una silla con ruedas de despacho sino un trabajo acarreando pesadas cajas de congelados dentro de una cámara a 20 grados bajo cero. Una semana trabaja desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, y a la siguiente, desde las dos hasta las diez de la noche.
Bellido ganó su medalla en Madrid y luego se volvió a Castellón con su entrenador, Claudio Veneziano. Llegaron a casa a las once de la noche y a las cinco ya estaba sonando el despertador.
Bellido sigue saltando por su pasión por el atletismo. El deporte le da menos de 5.000 euros al año y en sus mejores temporadas no ha pasado de los 10.000. Por eso y por ese trabajo exigente físicamente las dos temporadas anteriores se dejó ir un poco y se quedó sin esa marca por encima de los 16 metros. Pero este invierno empezó a sentirse bien y decidió que quería apretarse, volver a entrenar fuerte y regresar a su sitio, al podio de los Campeonatos de España donde ya es todo un clásico.
El castellonense está satisfecho con su carrera. No es un hombre que reclame grandes atenciones. Pero le duele repasar su trayectoria y encontrar premios que se escaparon por el ancho de un móvil. Como los cinco centímetros que le dejaron sin los Juegos de Londres aquel 2012 que llegó hasta los 16,80. O aquella Copa de Europa de selecciones en la que un error de los jueces le privó “de un salto de más de 16,90 que era válido”. O esos años que llegaba pletórico pero Torrijos o Docavo llegaban más fuertes aún.
Lleva 21 años con Veneziano, el siciliano que empezó a dirigirle en el Colegio Diputación, en Penyeta Roja, siendo un niño. Con él jugó al atletismo y con él se hizo un saltador prometedor que se proclamó campeón de España sub 20 y sub 23. Luego llegaron los demás. Vicente Docavo, Pablo Torrijos y Jorge Gimeno. Y los cuatro, todos de un mismo entrenador, todos del Playas de Castellón, coparon durante años los puestos del 1 al 4 en los Campeonatos de España. Hasta que pensaron que aquello era insuficiente y se marcharon en busca de otros entrenadores o de una vida más segura fuera del deporte. Pero él siguió. Fiel a su técnico, un maestro de los saltos que, eso sí, tenía que repartir su vida entre el atletismo y otros oficios.
Y así fue pasando el tiempo hasta que ha llegado a los 33 con la sensación de que nunca, en ninguna competición, tuvo “la flor” que otros sí tuvieron. “Nunca me sonrió la suerte. Y eso duele. Pero qué le voy a hacer…”. Nunca se rindió y, harto también de que le tildaran de poco veloz, de que entraba muy lento a la tabla, analizó su carrera y modificó varios detalles que le permiten ser más rápido. “Me propuse ganar velocidad y lo he conseguido. Porque, de hecho, estaba tan harto que dije que si no pasaba de 16 metros este invierno, lo dejaba. Y si no paso de 16,50 en verano, lo dejo”.
La pandemia no le pasó factura. Lo único es que ha tenido que posponer la boda con su chica, que deja que se mate a trabajar y a entrenar porque es lo que le gusta. Que comprende y apoya. Que conoce al joven que sufre en silencio mientras los demás le señalan como el abuelito del triple salto. Y a él, además, le apremia la sensación de que se le está pasando el arroz. Que se está matando a trabajar en Congelados Dil cuando debería ganarse una plaza de maestro. Porque él estudió Magisterio, aunque nunca ha ejercido.
Y mira el pasado y recuerda los años al lado de Pablo Torrijos. “El más profesional. Porque no siempre el mejor es el de más talento”, apunta. Y añora los piques. A mover hierro, a correr rápido, a saltar lejos. “Con él, cada entrenamiento era un pique continuo. Cuando se fue a Madrid le propuse mantener ese pique a distancia, pero, claro, al final se perdió y, quieras que no, ya no te aprietas como cuando estaba él a mi lado”.
Y aunque amenaza con tirar los clavos, en su fuero interno sigue pensando que le falta un gran salto. Que a ese mago, como a Gandalf, aún le queda un buen truco en la chistera. “Yo siempre tengo esa esperanza”, confiesa. Pero intuye que se le agota el tiempo y que dejó pasar la oportunidad de usar las redes sociales para hacerse más popular, de alimentar el ‘hype’ antes de las competiciones, de ganar seguidores. “Sé cómo hacerlo, pero es que no me nace”, reconoce.
Ya hace mucho que eligió su camino. Menos rutilante, pero quizá más honesto. Porque los clásicos nunca pasan de moda.