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La libertad en la ciencia: ¿Los investigadores estudian lo que quieren?

3/05/2021 - 

A menudo, al conocimiento científico se le califica de universal, como a la investigación de empresa global. Ambos son el estárter de lo que se denomina comunidad científica, y del cruce de aportaciones de ese gran ente intangible sale otro elemento inmaterial, el consenso científico. Quien se conforma con llegar hasta aquí, anclado en la idea feliz de la ciencia consensuada sin censuras, vive en armonía con los astros. A quien le guste mirar debajo de la alfombra, tampoco quedará decepcionado. Encontrará, entre otras cosas, hasta embriones híbridos.

Aunque la controversia escueza a los biempensantes, las discusiones siempre dan vidilla, ejercitan el pensamiento crítico, esa tierra de conquista de las nuevas pedagogías. Pregunten a Twitter sobre el ensayo clínico a 600 personas promovido por el Instituto de Salud Carlos III (ISCIII), el CombiVacs, para evaluar segundas dosis de Pfizer en vacunados de AstraZeneca. Verán la respuesta de la comunidad tuitera española de científicos y/o divulgadores. No esperen el consenso. Los defensores, acérrimos antaño, de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de las agencias del medicamento mudan de parecer, porque ya no ven con tan buenos ojos a las autoridades cuando estas no responden a sus intereses. Y el cambio también se da en dirección contraria.

“El consenso, como los medicamentos, también requiere un largo proceso de elaboración, con muchas fases de cuestionamiento y refutación, aún más que el político”

Como el plancton en la cadena trófica marina, este clima de desencuentros enriquece el ecosistema científico, por mucho que perturbe el sosiego rectilíneo. Porque el consenso, como los medicamentos, también requiere un largo proceso de elaboración, con muchas fases de cuestionamiento y refutación, aún más que el político. De ahí la mala noticia para la ciencia que un gobierno diezme la autonomía universitaria, como podría pasar en Hungría, cuyo parlamento aprobó la semana pasada una reforma estableciendo las bases para hacerse cargo del funcionamiento de las universidades y las instituciones culturales, extendiendo la impronta ideológica del primer ministro Viktor Orbán, el Bolsonaro a marcha húngara.

Europa, Europa

Las predicciones de autocracia se confirman. El proyecto de ley, que la izquierda llevará al Constitucional, dice que las universidades deben ser reorganizadas y administradas por fundaciones porque las condiciones modernas requieren un “replanteamiento del papel del estado”, al igual que los centros punteros de todo el mundo. Las fundaciones, cuyas juntas directivas nombrará el gobierno, controlarán activos inmobiliarios sustanciales y se beneficiarán de los fondos de la Unión Europea.

La excusa la tienen en las palabras del primer ministro: “Hungría tenía un sistema de educación superior extremadamente inflexible y que la luz de los éxitos anteriores ha desaparecido. Solíamos estar muy orgullosos de nuestras universidades, pero mirando las clasificaciones, ahora tenemos menos razones”. Supongo que Orbán homenajea a “los marcianos”, aquellos científicos patrios que elevaron la ciencia en los rankings pero bien lejos de casa, como refugiados en Estados Unidos. El primer ministro lo redondeó añadiendo que, con la reforma, las universidades podrán operar “de manera estable a largo plazo, y los futuros gobiernos tampoco podrán tirar de ellas, porque serán mucho más libres”. De tanto afán por la autonomía académica, la universidad del compatriota George Soros tuvo que despegar, mientras se prepara el aterrizaje de la primera sede europea de la universidad china Fundan en el campus de Budapest. Y el ultranacionalismo estaba reñido con la apertura internacional.

“En la ciencia, definir lo que es un buen problema que resolver es más importante que decidir los métodos. Y aquí entran en juego las interferencias, el debate de si las decisiones sobre la financiación deben tomarse con o sin la opinión pública”

Semejante mordaza contiene el grave peligro de la autocensura académica y científica. Pero esto no es solo cosa de las gentes raras que hablan urálico. La libre República Francesa, tan copiona ella de recetas foráneas para su cordon bleu, vuelve a poner de moda el macartismo, describe el politólogo Philippe Marlière, y bajo el teorema de Thomas, la profecía autocumplida por la que la creencia en un fenómeno social en última instancia engendra su realización, compara acertadamente el sociólogo François Dubet, exdirector de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.

“El islamo-izquierdismo gangrena a la universidad”. Con tal aforismo, la ministra francesa de Educación Superior, Frédérique Vidal, se propuso en febrero poner en orden las universidades encomendando al Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS, el CSIC galo) “una evaluación de toda la investigación” con el honorable fin de distinguir “lo que concierne a la investigación académica y lo que concierne al activismo y la opinión”, una decisión de elaborar listas negras académicas que, según los medios afines, cuenta con el beneplácito del respetable. La ministra, bioquímica con experiencia público-privada, sabe lo que cuesta una pipeta. Por eso defiende que la universidad no está para dispendios desmedidos en temas de multiculturalismo e integración, que corrompen la universidad con política. Así que los que quiera cultivar la sociología poscolonial, que aguanten su vela.

Los críticos de Vidal vislumbran una hoja de ruta que trata de “desalentar el pensamiento crítico y la argumentación racional”, a cuenta de acciones diversas como el rechazo a la candidatura de una reconocida personalidad científica como la experta en extrema derecha Nonna Mayer, directora emérita de investigación del CNRS, a la presidencia del Instituto de Estudios Políticos de París, el Sciences Po, por la condena pública a raíz de su compromiso con los excluidos, o la desaparición del Observatorio del Laicismo.

En la entrañable Suiza también cuecen habas. La mayoría del Comité de Economía y Regalías (CER-N, no se confunda con el otro CERN, el de la partícula de Dios) ha propuesto suprimir la libertad de expresión de los miembros del grupo de trabajo científico nacional Covid-19 que asesora al Consejo Federal, decisión por la que solo el Consejo y el Parlamento estarían autorizados a informar al público sobre las medidas adoptadas en la pandemia. Como contestación, los Verdes suizos han lanzado un llamamiento “a la libertad de ciencia y de expresión” ante el intento “de silenciar el conocimiento científico, que sienta un precedente peligroso, evitando que la ciudadanía se forme una opinión independiente del gobierno y de la mayoría parlamentaria”.

Rastreadores de censura científica

La preocupación por la libertad de la ciencia no es nueva. Mucho menos famoso que la clasificación de Shanghái, el Silencing Science Tracker, iniciativa alojada en la Universidad de Columbia, es un rastreador que recoge los intentos del gobierno de restringir o prohibir la investigación científica, la educación o el debate, o la publicación o el uso de información científica. Acumula casos desde las elecciones de noviembre de 2016.

Una pregunta frecuente que suele formularse a los científicos es cómo saben lo que deben investigar. En su versión más romántica, para “despertar vocaciones científicas”, la respuesta recrea analogías, como la que describe el físico Pablo Artal, que asimila el trabajo del científico a los exploradores “que se adentran en un terreno desconocido, como una espesa jungla, y que, tras abundantes penalidades, encuentran algo importante”.

“La crítica pública hacia la ciencia crece, en especial contra los estudios sobre el cambio climático, las vacunas, los OMG, las células madre, la inmigración y el género”

En la ciencia, dice muy bien este catedrático de óptica de la Universidad de Murcia, definir lo que es un buen problema que resolver es más importante que decidir los métodos, el equipo y el propio trabajo. Aquí es donde entran en juego las interferencias. No solo se trata de las violaciones a la libertad académica en países como Turquía e Irán. En pocas palabras, se trata de quién decide (paga) qué: el debate de si las decisiones sobre la financiación de las áreas de investigación deben tomarse con o sin la participación de la opinión pública. Así, la inmediata pregunta que se deriva es si la elección del problema científico es libre. La respuesta la conocen bien, por ejemplo, los autores, entre los que se encuentran cuatro investigadores valencianos, de esta tribuna que defiende la regulación de la edición genética con CRISPR en Europa para no perder el tren de la innovación biotecnológica en los cultivos.

Un artículo reciente, Freedom of Expression Challenged: Scientists’ Perspectives on Hidden Forms of Suppression and Self-censorship, de diciembre de 2020, firmado por dos investigadores de la Universidad de Helsinki en SAGE Journals, se hace eco de la creciente crítica pública hacia la ciencia y los expertos científicos en el ámbito internacional, en especial a los estudios sobre el cambio climático, las vacunas, los alimentos modificados genéticamente y la investigación con células madre, la nutrición y la dieta, el multiculturalismo y la inmigración, y el género. Aunque los científicos han sido tradicionalmente reprimidos por gobiernos autoritarios, “la presión contra los científicos activos y visibles de los lobbies industriales, partidos políticos, grupos de expertos, activistas políticos diversos, grupos y ciudadanos comunes ha aumentado”, recalcan los autores, además de señalar que la libertad de expresión para quienes trabajan en instituciones de investigación estatales “se ha restringido significativamente”.

La pandemia pone de relieve el reto de la protección a libertad de investigación --cuya concepción jurídica urge también innovación--, uno de los cinco pilares del derecho a la ciencia, junto con la financiación, la alfabetización científica, la promoción positiva de los científicos y el libre acceso a la información. Aunque se diga que la ciencia lidera la lucha por la libertad de expresión, la libertad es un suspiro, además de un tesoro. Lo sabía Tycho Brahe, el astrónomo mejor financiado de todos los tiempos, que llegaría a gozar de isla y castillo propios para medir el firmamento, todo bajo el ala de Federico II de Dinamarca, pero que su hijo, Christian IV, acabó por requisarle la confianza y mandarlo al exilio. Llevamos 400 años. Que no se apague la esperanza por el cambio.

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