Era en el parque Ribalta de Castelló hace como dos diluvios. Lo recuerdo porque había varios carteles en hilera, empapelaban un muro abandonado y podrido de agujeros, también de besos de adolescentes que apoyaron un pie o una rodilla mientras se exprimían las bocas para sacar cuatro gotas de zumo que apenas llegaron a ser una escarcha de amor o, menos que eso, una nota en un bolsillo de una chaqueta que alguien encuentra demasiado tarde; siempre es demasiado tarde para algunos amores, y en verdad no sé qué habrá más importante en una ciudad que una nota doblada escondida en el bolsillo de un abrigo. Seguramente hay algo más puro pero no recuerdo qué es.
Decía que aquel cartel cubría la pared por completo, reproducido como un eco de punta a punta. No tuve que acercarme para ver mi nombre, estaba a un tamaño generoso, como si supiera tocar la guitarra o siquiera cantar, cuando lo que hacía era poesía de guerrilla y cuatro acordes, y visto cómo estamos, perdí de manera rotunda aquella guerra contra el sufrimiento humano.
Lo ponía en grande, pero no recuerdo la fecha, y perdónenme, pero tampoco el lugar. Recuerdo, sí, que era un pueblo del interior de Castellón. Pero lo ponía bien claro, yo tocaba, daba un concierto en un sitio que no conocía demasiado, y era el sábado siguiente. Ya me había ocurrido el llegar a casa y tener un recado para ir a una ciudad a doscientos kilómetros, buscar un bar y preguntar por Javi —o cualquier otro—, que organizaba un concierto. Pero aquello de ver los carteles sin más todavía no me había pasado. Tampoco le di mayor importancia. Tomé nota mental del evento y seguí caminando hacia los treinta años, que era todo lo que podía hacer en aquellos tiempos.
El sábado siguiente conduje mi vieja ambulancia Volkswagen hasta la cita. Llegué con absoluta normalidad, toqué, me pagaron —supongo que como siempre puse aquella suma en alguna caja de resistencia o en alguna hucha de ayuda a qué sé yo y a la mañana siguiente me encontraría sin dinero, gasolina ni comida—, y me dediqué a disfrutar del resto del concierto, actuaban más bandas. En cierto momento, alguien de la organización vino a charlar conmigo. Así que le pregunté si eran conscientes de que nadie se había puesto en contacto conmigo ni me habían comunicado que tocaba en aquel concierto. Su respuesta me dio una información privilegiada sobre mí mismo que nunca olvidaré. Me confesó: «Nos dijeron que hiciéramos carteles y los pegáramos, y tú ya vendrías; y has venido». Y sonrió. Nada que objetar. Ni siquiera respondí a aquello, miré mi cerveza, la apuré de un trago y fui a por otra. Consciente de que aquello me daría que pensar.
Estaría bien eso de preguntar a los demás quiénes somos. Eso podría ayudarnos a afinar la melodía. A escribir la partitura sin trampas. Porque al final la música sólo sonará si la melodía es coherente. Quiénes somos. Aquello que queremos mostrar o una esencia tangible que a ojos de los demás no admite dilación aunque nos creamos a salvo de nosotros mismos. Cuánto esfuerzo vacuo dedicamos a construirnos una imagen, qué absurdo buscar durante horas nuestro lado bueno en cada foto que subimos a las redes sociales, en cada comentario, en cada registro en la big data. Qué lejos quedaron aquellos tiempos del inglés nivel medio hablado y escrito. Ahora somos una gran mentira con patas. Una mentira que alimentamos día a día porque tenemos las herramientas para hacerlo.
Quizá haya que huir a los bosques, y escuchar el río, las hojas, para poder ser algo puro. Hacer algo puro, entre tanto ruido
Cada publicación que hacemos en redes sociales es una oportunidad para alimentar esa falsedad, y cuesta dejarla pasar, aunque sea tan sólo escondiendo tripa en una foto de la comida de Navidad. O conformando un storytelling fabuloso de nuestro último romance, un viaje, nuestra actividad laboral, cuando no nos atribuimos una profesión directamente porque sí. Quién no va a ser actor si sólo hay que ponerlo en Facebook y voilà. Quién no va a ser escritor, diseñador, ilustrador, modelo, fotógrafo… Quién no va a ser divertido, guapo, exitoso en la vida… Si sólo hay que publicarlo en Instagram… Quién va a ser uno mismo sin más, pudiendo ser cualquier cosa que desee…
Quizá haya que huir a los bosques, y escuchar el río, las hojas, para poder ser algo puro. Hacer algo puro, entre tanto ruido. Tengo un amigo que es el mayor artista que he conocido nunca. Su único propósito es mantenerlo en secreto. Si les digo quién es mañana el mundo perderá un artista y yo un amigo. Así que olviden lo que acaban de leer. Pero me quedo con la pureza del arte en esencia, de la cultura en esencia, sin galones, sin contraprestaciones ni precio… La creación como única arma contra el tiempo, el silencio y la condición humana, que no son poco enemigo ni motor.
Y no hablo de arte, ni de cultura ni de nada que quepa en este folio, hablo de algo puro, hablo de notas dobladas en el bolsillo de un abrigo que alguien encuentra veinte años después y pone: mañana a las seis necesito verte, o me muero. Qué otra cosa podía ser la poesía.