Camino por unas baldosas extrañas, algunas crujen, otras poseen un incomprensible desnivel, esta no es mi casa, esta va a ser mi casa. Mentalmente voy cosiendo los objetos, aquellas pequeñas cosas, y reconforta encontrarte en los rincones de una casa vacía, ahora abarrotada de cosas dispersas. Sientes que hay que volver a abrir nuevas cajas, desgarrar los embalajes como si fuéramos a mudar de piel y, ahora, además, en los tiempos del coronavirus. Todos vamos a tener que mudarnos. A veces siento que tengo alma de chamarilera, como aquellas y aquellos que, cada domingo, acumulaban, vendían y compraban objetos usados en el Rastro de Madrid. Durante muchos meses, un grupo de amigas compartimos con los chamarileros en un pequeño espacio alquilado, en una calle que lindaba con la Plaza de Cascorro, vendíamos reciclaje casero, latas de anchoas, con su abrelatas incorporado, reconvertidas en bellos ceniceros, pintados con los restos de pintura que se guardaban en todas las casas. No hicimos negocio, pero aprendimos a vivir intensamente aquellos domingos de colores, ruido y sueños. Allí nos bebimos el tiempo a borbotones, sin cumplir el objetivo de generar recursos para independizarnos. Era imposible, pero conocimos a fondo la vida madrileña que no circulaba por los titulares de prensa ni por los primeros despachos. Era una esencia callejera de supervivencia que nada tenía -ni tiene- que ver con el exhibicionismo de los ricos del barrio de Salamanca y sus dictaduras, las de siempre, hace demasiadas décadas que esta élite planea entre fascismo y violencia, herederos del franquismo más represivo.
"La ciudadanía está cansada y decepcionada. Estos meses han sido duros y no hay premios Princesa de Asturias que lo arreglen".
Una ajada lata de anchoas, pintada de verde musgo titanlux, aquel color que cubría las persianas de madera, ha surgido dramáticamente de una caja con papeles, junto a billetes del metro de Madrid, cuya mitad era el tamaño perfecto para enrollar un canuto, junto a las evaluaciones psicosociales que hablaban de una niña infeliz, inquieta y soñadora, junto a las cartillas escolares con enormes ceros en las asignaturas de urbanidad y labores manuales, con aquellas muestras imposibles de vainica doble y las anotaciones de unas monjas que no entendían la evasión infantil a otros mundos mientras la aguja y el hilo se convertían en una nave espacial dispuesta a conquistar el futuro. Y otros papeles, fotografías y pequeños objetos que recuerdan unos tiempos en los que las niñas morenas, soñadoras, locas, no gustábamos a las monjas militares que te convertían en los patitos feos de cada clase. Las cajas y enormes bolsas de trastos van descubriendo cómo hemos vivido y guardado esta memoria sentimental en todas las casas astrales y terrenales que habitamos. Y surgen imágenes de las vidas por las que hemos transitado, de la tristeza y de la alegría, del dolor y de la rabia. Fotografías ilustres e inútiles que se van descartando, rompiendo en mil pedazos. Porque, en el medio del camino del tiempo, las mujeres somos las acumuladoras de los sueños familiares, somos el baúl vital de esa unidad social que es la familia, y arrastramos pesadamente la vida de los otros.
"Mudamos de casas y bajo la piel nos insertan una especie de microchip que nos dirija en esta nueva normalidad".
En tiempos del coronavirus Ya nada será como antes… que dice mi estimada colega Regina Laguna en su último artículo de Valencia Plaza. Con el 5G y el internet de las cosas la vida se fue haciendo más fácil en una época en la que estaba prohibido tocar. Las barreras invisibles creadas por el covid-19 se levantaban como muros infranqueables en el imaginario colectivo. La policía ciudadana se había puesto en marcha con la Desescalada I. Como las mascarillas y los guantes, la distancia mínima había llegado para quedarse. Ya nada sería como antes. Vamos a tener que digitalizar esos cuadernillos de notas escolares, esas fotos de pequeño formato que nos recuerdan qué algún día fuimos normales y no nuevamente normales. Mudamos de casas y bajo la piel nos insertan una especie de microchip que nos dirija en esta nueva normalidad. Suenan en Castelló los primeros truenos de este domingo pintado con alerta naranja por lluvias torrenciales.
Mientras, la radio emite la voz de políticos desde Madrid que cada vez se sienten más lejanos en el resto de territorios. La crispación es insoportable. El centralismo, también. El agua comienza a caer con fuerza, furiosamente, y la radio continúa emitiendo violencia verbal, la ira de esos patriotas que se mudan, siempre han hecho mudanzas para generar multivivienda y domicilio fiscal. Valencianos de las tres provincias afincados en Madrid para pagar menos impuestos, los mismos que salen a la calle a reivindicar la patria, el honor, y la gloria. Algún periódico autonómico decía ayer que la tensión política puede provocar ansiedad ciudadana, dando consejos para rebajar el exceso de palpitaciones. La cuestión no es banal, pero no porque la clase política se mida en quién grita más o la tiene más larga y eso nos provoque un estrés que deban analizar los especialistas. No. La ciudadanía está cansada y decepcionada. Estos meses han sido duros y no hay premios Princesa de Asturias que lo arreglen. El personal sanitario necesita un reconocimiento moral y ético. Pero, sobre todo, recursos, más personal, mejor salario, más inversiones. Los gobiernos, central, autonómico, local lo han hecho bien, lo mejor que han podido, a pesar del cansino discurso de una derecha destructiva e inútil. Nos enfrentamos a lo desconocido, a lo que ya asemeja una tercera guerra mundial de una envergadura incalculable. En estas crisis globales siempre surge quienes van a gobernarnos y dirigirnos. Al final, somos víctimas de un maquiavélico sistema internacional con sus ramas nacionales. Es triste, abrumador e irresponsable.
"Siguen encendiendo hogueras para depurar y quemar a los culpables. Ahora es el 8M, y deberían señalar también los partidos de fútbol, los toros, el transporte público, los gimnasios, las celebraciones religiosas…"
Nuestra capacidad de ilusionarnos y entusiasmarnos está bajo mínimos, pero la ciudadanía merece más respeto. Hemos sido también las heroínas y los héroes en esta pandemia. Hemos obedecido y cumplido todas las normas, el miedo y la angustia nos ha detenido, pero, también, la solidaridad y la generosidad como personas. Hemos cuidado de propios y extraños. Sabemos del dolor de las enfermedades. Y sabemos también del sufrimiento de los más vulnerables, de la población cada vez más pobre frente a otra población cada vez más rica. Con la desescalada somos espectadores y víctimas de diversas revueltas. Ahora, el racismo, xenofobia, homofobia y machismo están tomando la calle en demasiados países. Y, jodidamente, siguen jugando a señalar a los malos y enfatizar quienes son los buenos, a limpiar la raza, ideología y religión, a esa dualidad que Trump ya está practicando, como Abascal y Casado. Para ellos siempre hay malos, ahora son los chinos, como lo fueron los homosexuales ante otro virus, como lo han sido las mujeres tantas y tantas veces. Siguen encendiendo hogueras para depurar y quemar a los culpables. Ahora es el 8M, y deberían señalar también los partidos de fútbol, los toros, el transporte público, los gimnasios, las celebraciones religiosas… Pero, no, es el 8M. Hay que estigmatizar y quemar en la hoguera a las mujeres, a las izquierdas. Estamos marcadas a hierro candente desde hace generaciones.
Leía estos días unas declaraciones del destacado escritor sirio Yassin al-Haj Saleh, gracias a mi estimado amigo M.G., en las que explicaba que el Covid-19 no es la causa de la crisis, sino el elemento que la ha puesto de manifiesto. El mundo se ha mostrado incapaz de bregar con esta crisis sanitaria Los problemas relacionados con el clima y el racismo son mucho más peligrosos y los dos nacen de la estructura econòmico-política mundial de los países más ricos, que se nos aparecen hoy como los más conservadores y reticentes al cambio, aunque esto implique más riesgos para la humanidad y la vida.