VALÈNCIA. Antes de la pandemia era poco proclive a compartir un espacio físico con un amplio grupo de desconocidos solamente por ver actuar a alguien. Voy al concierto de Rodrigo Cuevas en La Rambleta de València y compruebo una vez más lo que ya sabía: nací hurón. Si antes ya me costaba trabajo relacionarme con la humanidad, en la era de la mascarilla he perdido ya cualquier esperanza de conseguirlo. No reconozco a la gente, no oigo lo que me dicen y se me hace difícil verlos cuando se me empañan las gafas. Pero yo por Rodrigo Cuevas voy a donde haga falta, y más aún si puedo contar con la inmejorable compañía de la letrada Monroig. No sólo es una buenísima amiga, también es una excelente abogada, lo cual da mucha seguridad porque uno nunca sabe cuándo le vena a acusar de algo. Con la letrada Monroig da gusto ir a un concierto. Se lo pasa tan bien que su disfrute compensa mi cara de poco disfrute, porque a mí, en los conciertos sentado, el asiento siempre me resulta incómodo, aunque esté en el liceo viendo a Kraftwerk, y en los que son de pie se me carga la zona lumbar. Monroig canta, sonríe y celebra los comentarios de Cuevas, que al final de la noche se gana un par de ovaciones con el público de pie. No achaquéis esto a la necesidad que tiene la gente de disfrutar de espectáculos y estar unos cerca de otros. Es todo mérito de Rodrigo, un showman gigantesco que no precisa de mucho más que su carisma para llenar el escenario.
Al día siguiente tomo mi primer tren en siete meses. Antes de todo esto, subirse a un tren era una actividad exenta de emociones. La única inquietud consistía en saber si finalmente el asiento de al lado libre quedaría libre. Lo realmente excitante era la perspectiva del viaje, del cambio, del movimiento. La oportunidad de ver a los amigos en otras ciudades y, por supuesto, la posibilidad de intentar intimar con algún lugareño, es decir lo que podríamos llamar un fuckerío ™ en toda regla. Todo es distinto desde hace más de un año. Ahora mismo, subirse a un tren es casi como una escena de película de Spielberg. Ese momento en el que esgrimes el justificante de viaje ante el agente de policía y te sientes como Paul Newman en Cortina rasgada. Ese momento en el que llegas a la estación de Sants y casi no te puedes creer que estés allí. Todo parece estar igual que la última vez, pero no es así. Algunos hoteles que conocía bien continúan cerrados. Hay tiendas en las que compraba dentífrico o zumo de naranja que ahora no son más que una persiana metálica bajada y un cartel que dice se alquila. Los bares resisten como pueden y nosotros resistimos en sus terrazas. El mundo hace lo posible por aparentar normalidad, y yo también. De hecho, todo lo que hago desde hace muchos meses es no dejar de pensar que toda esta situación es sólo un paréntesis, una transición hacia lo que alguna vez fueron nuestras vidas.
En el tren escucho el nuevo disco de Arab Strap. Me sorprende gratamente cuando un artista o un grupo que ya es veterano graba música deslumbrante. En el caso del dúo escocés, sus mayores logros pertenecen a la segunda mitad de los noventa. Pero si alguien me obligara a posicionarme (claro, se supone que soy crítico musical, aunque el otro día dije en Facebook que me identifico más con el término comentarista musical, en vez de contar un partido de baloncesto te cuento un disco), afirmaría con expresión circunspecta que su nuevo álbum es todavía mejor que cualquier cosa que hayan hecho antes, como si el paso del tiempo y el haber estado inactivos varios años les hubiese ayudado a macerar lo que en su día ya era notable. As Day Gets Dark posee lo que para mí es esencial en un disco hecho ahora: me obliga a permanecer atento, se convierte en una necesidad, algo a lo que regresar después, mañana, cualquier día, música que ya es una capa más de una piel protectora. Las canciones de Arab Strap son relatos balanceándose en una instrumentación mínima, contenida, una invitación a dejarse llevar hacia la penumbra, a cruzar el límite donde lo cotidiano se revela como una insospechada amenaza, como lo es despertarse junto a una persona de la que creías saberlo prácticamente todo, o percibir el amor como una enfermedad crónica.
El motivo de mi viaje a Barcelona es profesional, pero reencontrarme con mis amigos de allí resulta para mí fundamental. Sentado en una terraza con Xavi Ros y Nedi Soto bebemos vino y hablamos de muchas cosas. Contemplando como si fuesen pequeños milagros cosas que antes hacíamos sin la más mínima preocupación, soy consciente de cuánto echo de menos estar con ellos. El domingo presento la novela en el Pati de les Dones, dentro del ciclo Diumenges al Pati, organizado por la Librería Laie y el CCCB. El llibreter Damià Gallardo lleva desde julio intentando que podamos hacer algo así y su persistencia y lealtad hacia mi libro son muy de agradecer, porque el mercado literario es voraz y lo mío se vuelve aún más insignificante ante la avalancha de lanzamientos. En la charla me acompaña el crítico literario y escritor José de Montfort. Suya ha sido la idea de que escribamos un relato cada uno y que, sin firmar, los repartamos entre el público al concluir la charla. Son textos que han de representar esa jornada matinal que todavía no hemos vivido. En el suyo leo pensamientos con los cuales me identifico igual que si estuviese escuchando una canción del nuevo disco de Arab Strap: “Escribo esto como quien escribe en presente continuo. Y me digo que así está bien. Porque lo que anda en marcha o no se muere o ya está muerto”. José me regala Hélices, poemario del ultraísta Guillermo de Torre, y yo me quedo con la sensación de que no puede ser que ande tan atabalat que no haya tenido un detalle similar con él. Begoña Kanekalon y Frank Andrada están entre el público, cerca de Xavi y Nedi, del Lluís y la Cristina, que son una fiesta ambulante. Resulta imposible estar con todos ellos el tiempo que quisiera. Siempre falta tiempo para todo y ahora mismo, el tiempo es un bien a merced de la distancia. Tampoco es posible hacer que se conozcan entre ellos. Cuando mis amigos se conocen entre sí entonces están compartiendo partes de mi vida que hasta ese momento desconocen. La novela de la que he hablado con José es también el intento desesperado de unir a esas almas, que sepan unas de otras. Son fragmentos del mapa que soy yo, que unas horas más tarde volveré a subirme a un tren que esta vez me devolverá a mi casa, a la añoranza que produce el no saber cuándo volverá a ser todo igual que lo fue antes.
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