CASTELLÓ. Siempre me gustó el sillón orejero de mi padre. Ese asiento donde se acomodaba, ya jubilado, para ver pasar las horas y acomodar aquella maldita bombona de oxigeno que, al final, no pudo salvarle la vida. Siempre me gustó ver a mi padre sentado en aquel sillón, junto a una ventana de un séptimo piso que permitía ver constantemente el paso de las nubes o la claridad confusa del cielo de Madrid.
Este tipo de sillones ofrecen intimidad y recogimiento. Dicen que este mobiliario nació en el siglo XVIII, y sus alas laterales cumplían la función de proteger del frío a quien se sentaba en ellos. Tuve un sillón orejero que ya no tengo, y que se debió extraviar en algún trasiego de mis varias mudanzas, sin saber qué motivo acompañó la pérdida, o igual era el sillón de mi padre que ha entrecruzado las líneas de los recuerdos. No sé, pero sigo sintiendo como mi cabeza se inclina y se funde en una de las grandes ‘orejas’ del sillón, cerrar los ojos y volar por una casa que, seguro, no existió.
Los mejores libros leídos son aquellos que perduran, y que se caen de las manos, refugiada en ese sillón, sintiendo sus entretelas, compartiendo la ruta de esa tapicería que se iba modificando periódicamente por el uso. Y sabiendo que su noble armazón de madera ha sobrevivido demasiadas décadas, demasiadas sensaciones y emociones. Aquel asiento mullido, con su respaldo, sus brazos y orejas, con sus libros abiertos, me ha abrazado como nadie lo ha hecho. El sillón se posaba junto a una ventana, muy cerca de la chimenea, muy cerca del brasero, muy cerca de cualquier fuente de calor. Una manta de pura lana, pesada, blanca y negra, gris, de las que usaban mis abuelos en el campo, en los duros fríos del invierno, era la única compañía de este mobiliario, plegada en uno de sus brazos.
La ventana era el único contacto con el exterior. A través del vaho que respiramos, y que prende en los cristales cuando el frio arrecia fuera, intentabas seguir el devenir de los días, de los pasos que recorrían una calle larga y empinada, del aliento de quienes llegan al final con escasas fuerzas. Y, si el día era nevado, el silencio lo envolvía todo. El cristal empañado era un espacio increíble para soñar y para escribir. Con el dedo índice podías dibujar un corazón, una flecha, una flor, una palabra, y hasta una frase. Anulabas aquello y volvías a exhalar más vapor, y seguías dibujando y escribiendo cosas que no tienen sentido.
Cada cual añade al puchero aquello que nos legaron bisabuelas, abuelas y madres. Porque el puchero es la historia de la vida personal de las familias, del territorio propio, o de los grupos anímicos que nos acompañan
Mientras escribo este artículo, mi casa huele rotundamente a invierno. Los patios interiores llevan, desde la primera hora de la mañana del domingo, cociendo esos pucheros que tanto me gustan en los días de frio. Han hervido huesos de carne, esqueletos de pollo, gallina, trozos de tocino salado o ahumado, algún pico de jamón seco, apio, boniato, puerro, nabos, col, patatas, zanahorias, garbanzos… Cada cual añade al puchero aquello que nos legaron bisabuelas, abuelas y madres. Porque el puchero es la historia de la vida personal de las familias, del territorio propio, o de los grupos anímicos que nos acompañan. Es, como la paella, una ceremonia espléndida para compartir vida, sabores y sentimientos.
Las palabras se deslizan acompañadas de estos aromas, soñando con disponer una mesa para ocho en la que sentarnos, amarnos y degustar las distintas fases de un puchero, o de un cocido madrileño, que viene a ser lo mismo. Recordando aquellas piparras, o guindillas, dulces y picantes que mi padre añadía a la puesta en escena de estos guisos, para acompañar la digestión pesada de las grasas cocinadas a fuego lento.
Ayer, domingo, las calles de Castelló ofrecían el síntoma de los primeros fríos. Una vida perezosa se deslizaba en la zona centro, cubierta de abrigos y prendas de lana. Además, el frío es mayor porque hay tristeza en la ciudad tras el brutal y mortal atropello de tres personas en la Avenida de Alcora, la tarde del pasado viernes. Un joven, que ha dado positivo en la prueba de alcoholemia, perdió el control de su vehículo y arrolló a tres personas en la acera.
Nadie debería morir en estas circunstancias. Es lo mismo si vas a comprar tabaco, a bajar la basura, o ir a la tienda de barrio a comprar. Nadie merece morir de esta manera. Castelló ha estado de luto, con sus banderas a media asta, con el corazón encogido. No puede tolerarse que exista tanta irresponsabilidad. Es indignante que alguien se pase por el forro las normas y normativas y conduzca bajo los efectos del alcohol, a toda velocidad. La responsabilidad ciudadana es, precisamente, estimar y convivir con los demás en el contexto legal de las relaciones sociales.
Mientras escribo este artículo escucho en el programa de Javier del Pino, a un Juanjo Millás que cuenta cosas que yo he contado en otros muchos artículos. Habla de la furia de las y los residentes en el Congreso, de quienes representan a la ciudadanía. Furia, violencia y afrentas constantes marcan el diario de sesiones de sus señorías. Es vergonzoso. Millás ha relatado -me sumo a su opinión- que estaría bien que tanto ruido, agresividad y vejaciones tuvieran el único objetivo de hacerlo en nombre de la ciudadanía. Qué se devoren y arranquen sus ojos, pero qué sea en mi nombre, que lo hagan para defender la precariedad vital de la mayoría ciudadana de este país. Que la presa de caza que persiguen sean esas mujeres y hombres, esas familias que no llegan a final de mes. O esa población infantil, de cientos de miles de niñas y niños que sufren en este país la precariedad en sus vidas, estómagos y en sus corazones.
No sé ustedes, pero la actualidad me está afectando demasiado. Permanezco enojada, irascible. No soporto tanta violencia e ignominia. No se puede soportar tanto ruido. Tanta furia, y da miedo que la derecha y su ultraderecha se dediquen a confrontar, mentir y sembrar un tremendo desasosiego social.
somos víctimas del maquiavélico entramado de la derecha y su ultraderecha, de los laberintos de poder de las empresas predominantes de siempre, y de sus ciertos súbditos y bien pagados medios de comunicación
Atravesamos momentos positivos para el empleo y economía, a pesar de un entorno internacional negativo, vivimos un ciclo de avances en políticas sociales, habitamos un país en el que su gobierno está aprobado leyes fundamentales para la libertad y derechos de las personas, un país modélico en Europa. Pero, al mismo tiempo, somos víctimas del maquiavélico entramado de la derecha y su ultraderecha, de los laberintos de poder de las empresas predominantes de siempre, y de sus ciertos súbditos y bien pagados medios de comunicación que trasladan a la ciudadanía, peligrosamente, todo tipo de bulos e informaciones manipuladas.
Regreso a la necesidad de sentarme en mi sillón ojerero, cálido, amable, apacible, cubriéndome contra el frío con la manta de mis abuelos, apoyando mi cabeza en una de las alas laterales del sillón, aspirando a fondo el olor del paso del tiempo. Con un libro de Carmen Laforet entre las manos, el mismo, casi siempre. Con la mirada perdida en el fascinante relato de la escritora. Las palabras vuelan, crecen, se reproducen. Solamente se detienen para recordarme que la vida es Nada. Y así sea. Y, porque, realmente, el libro que acaba de caerme de las manos, tendida, encogida, triste, comprimida, en el sillón orejero que no tengo, es la gran obra de Oriana Falacci. Nada y así sea, las cuatro últimas palabras de una terrible plegaria nacida de la más profunda desesperación.